miércoles, 7 de julio de 2010

Mi pequeña Sara

*...Me gustaría que esto fuera como una especie de regalo para mis amigos, para la gente que valoro de verdad, la que siempre está ahí cuando sufres, cuando te derrumbas, cuando no ves salida al final del túnel, y te abren una pequeña puertecita al final del zulo en el que te escondes y guardas del miedo. Pues solo me falta una cosa, decir gracias. Quizá sea siempre una persona dura, bastante borde, y parezca vacía de sentimientos, pero hoy quiero reconocer que tan sólo es un envase, que a quien quiero lo demuestro cuando tengo ocasión, quizá no tanto como debería, pero que en el fondo mi orgullo ni yo misma valemos para nada, muchas gracias por estar ahí, os quiero...*

El amanecer traía rumores de una primavera lejana: la leve caricia de los primeros rayos de sol despertando el rocío, el río corriendo, acariciando la tierra en un transcurrir eterno, incesante. Un pájaro solitario. El paisaje callado. Las montañas, a lo lejos, impasibles. El huerto desperezándose. Las vides, los caballos. Un humo tibio, como de agua, ascendiendo del suelo hacia las nubes, huyendo. La casa, invadida de una tristeza rojiza, de tierra y frescor del alba.
El aliento mudo y caliente de la chimenea. La soledad. La pena. El paisaje parecía hundirse en un sollozo hondo, arrancado de lo más profundo del alma. La noche había sido un ir y venir continuo. Lloros. Pésames. Penas. Palmadas de ánimo, decenas de flores. Un bullicio desmedido. Desacompasado. Lutos y pañuelos. Y ella, ausente, ida. Y él, a su lado, roto. Acabado. Pepi se apoyó en el hombro de su marido para sentarse en la cama y ponerse las medias. Negras, claro. Los zapatos. Negros. A duras penas.
Se levantó y se acercó al espejo para recogerse el pelo en un moño alto. Estaba guapa, a pesar del dolor. Elegante, como siempre. Altiva, como era ella. Pero destrozada. La cara pálida, hinchada de llorar. La mirada ausente, hundida de llorar. Su cuerpo, esbelto, transmitía fragilidad, luto. Parecía que iba a caerse a cada paso.
En cada movimiento, por leve que fuera. Mientras Manuel se ajustaba el nudo de la corbata, miró la desvalida figura de su mujer, cubierta de negro, reflejada en el espejo. La abrazó y volvieron a llorar con desesperación. Con impotencia. Querían morirse. Se habrían cambiado por ella, sin duda, todos los días, y a todas las horas. Se habrían condenado a sí mismos a nacer y morir eternamente. Cualquier sufrimiento imaginable sería menos doloroso que enterrar a su hija con sólo 21 años. El día de la boda de Sara, Pepi y Manuel estaban exultantes. Su hija pequeña, se casaba con José Heredia en la ermita de la finca de sus abuelos. Era un buen matrimonio. Ella parecía una princesita. La dulzura se escapaba a borbotones por sus tiernos 18 años. Él era un hombre apuesto, tan sólo un año mayor que ella, 22 años, guapo, moreno y, lo que menos gustaba a sus padres, humilde y pobre. Los padres, que siempre habían considerado ''lo mejor para su hija'' que se casara con un heredero de una inmensa fortuna, con cuya familia unir la suya y así formar un imperio millonario. Pero no fue así. No. En principio se opusieron a su relación, y lo negaron en todo momento, hasta que se dieron cuenta de que él amor entre ellos era tan fuerte y profundo que podría con todas las complicaciones que les pusieran de por medio. Se casaron pues, y se fueron de viaje de luna de miel a Egipto en pleno verano. Sara volvió de su luna de miel extremadamente delgada. ''Los calores hija...Irse en mitad del verano a Egipto tiene delito'', le dijo su madre Pepi. Su permanente tristeza. Su boca callada. Su mirada perdida, oscura. Sus largos paseos a caballo. La soledad de su rostro...Ni uno ni otro sabían ver que su hija vivía un calvario. Achacaron su manifiesta infelicidad a su juventud, su inmadurez.
''Creo que la niña nos echa de menos, Manuel. El domingo iremos a verla'', le dijo Pepi una descarnada madrugada de marzo. La comida en casa de su hija y su yerno fue una tortura. Silencio. Sólo el sonido de los cubiertos chocando en los platos.
''Mañana iremos a por ella'', dijo Manuel al meterse en la cama. No hubo mañana para su hija. A las tres de la madrugada, el teléfono quebró la noche muda. Llamaba la guardia civil.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

raquel, es genial, como siempre. y aunque la trama es corta, tus descripciones y la historia te dejan enganchado. sigue así !!
te quierooo

Raquel Suela dijo...

muchas gracias, la verdad es que la hice con toda mi mejor intencion
Yo tambien te quiero Lostcharacter xD