miércoles, 29 de septiembre de 2010

Amor para siempre

Cuando llegó a casa, Elena se encontró a su hermana Lucía compartiendo una botella de vino con Fernando, su vecino de abajo. Pero nada en sus expresiones parecía indicar que estuviesen celebrando algo. Es más, al saludar a Elena, Fernando se abrazó a ella y rompió a llorar desconsolado. ''Marta y yo hemos roto'', acertó a decir. '' No sabes cuánto lo siento. Jamás lo habría imaginado. Dios, lo siento, lo siento mucho. No quiero ser indiscreta pero... ¿qué ha pasado? No puedo creerlo'', decía Elena mientras se servía una copa de vino y se quitaba su chaqueta dispuesta a compartir ese difícil momento con su vecino y amigo. Lucía, por su parte, respiró con alivio al ver que su hermana se sentaba con ellos, pues llevaba un buen rato intentando consolar a Fernando y ya se le había agotado el repertorio de consejos, frases hechas y palmaditas en la espalda.
Fernando les contó que, durante su reciente viaje a Japón, Marta le confesó que esas vacaciones eran un intento desesperado por salvar su relación, que duraba ya once años, pero que, al regresar a Madrid, se iría de casa para vivir con Lucas, de quien estaba locamente enamorada desde hacía año y medio, cuando lo vio por primera vez en el gimnasio al que ambos acudían y que Fernando -más dado a los deportes en la tele y desde el sofá, las cañitas y las patatas fritas-, por supuesto jamás había pisado. Fernando empezó a llorar. Estaba roto. Marta, su gran amor, la mujer con la que había compartido tdoo, se había ido.
Ya no lo quería, pero él a ella sí y le pedía a Dios que regresara, que volviera con él. Sería capaz de perdonarla tdoo lo habido y por haber. De noche, se despertaba soñando que regresaba arrepentida, reconociendo su error. Pero Marta no volvió. Lo suyo con Lucas no era un error. Era amor. Amor verdadero. Un amor de los que hay que dejar pasar, por si acaso no se repiten.
Fernando, por su parte, se fue recuperando poco a poco. La cercanía de Lucía y Elena le ayudó a superar el trauma. Ahora, salían más, compartían más cenas, iban juntos a la compra e incluso Fernando se hizo buen amigo de Jesús, el novio de Elena, con el que empezó a jugar al pádel los lunes y los jueves y, como consecuencia, a bajar su bien alimentada barriguita. Cada vez era más frecuente ver a los cuatro juntos por el barrio, paseando, comiendo y riendo. Hasta que llegó el día en que pasó lo inesperado, lo que nadie jamás pensó que podía pasar: Lucía y Fernando se enamoraron locamente. Al principio, se quisieron en silencio, pero, una tarde lluviosa de miércoles, mientras se abrazaban al marcar un gol su equipo cuando veían el fútbol en el bar de abajo, se besaron con fuerza, sin importarles nada ni nadie.
En ese momento, tras los cristales del bar, una mujer deseaba morirse mientras dejaba caer una maleta al suelo y rompía a llorar bajo la lluvia. Era Marta. Volvía a casa, dispuesta a reconciliarse con Fernando. Su amor con Lucas, ese amor de verdad, de esos que ocurren una vez en la vida y no hay que dejarlos pasar porque son únicos, maravillosos e irrepetibles, se había acabado la mañana que ella descubrió que la engañaba con una compañera del trabajo. Marta, desolada, esperaba que Fernando mantuviera la promesa que le hizo en su día de quererla siempre. Toda la vida. Pero las promesas, como las historias de amor, esas que creemos que duran siempre, nunca son eternas. No hay nada eterno.



''Para todos aquellos que no creen en los finales felices, y para aquellos a los que el tiempo ha puesto en su lugar''

jueves, 23 de septiembre de 2010

Aquella noche

'' He elegido este título, en parte por mi experiencia, en parte porque me apetecía mostrar un pedacito de lo que se siente con el amor breve e intenso, que sin duda, para nada tiene qué envidiar al sempiterno amor, como el que se narra en las películas. No, sin duda ese amor no existe, quedan de él las huellas de un amor que pudo ser algo más y no fue. Dejo, por ello, esta pequeña narración que me sirve para ilustrar en parte un pequeño capítulo de mi vida.''

Aquella noche, a ella le habría gustado contarle, que su beso había sido sincero, que no respondía a vanas ilusiones ni a sueños imposibles, que le había salido del alma, que sus labios habían temblado al acercarse a los suyos, que al entrelazar sus dedos con los de él había vivido fuerte y protegida, que había sentido su pulso, su latido, como si fuera propio. Armonioso y cálido. Pero al cerrar y verlo tras el cristal, supo que no se lo diría. ''Es mejor que subas ya'', dijo él, con ternura. Y ella cerró con parsimonia la puerta, apoyando, entre mimosa y coqueta, la cabeza en la pared. Y empezó a subir con el corazón a punto de salírsele del pecho y las lágrimas empapando sus mejillas.
Aquella noche, a ella le habría gustado decirle que no lloraba de pena, que no era tristeza lo que ahogaba sus palabras, su risa..., que sus lágrimas no eran amargas. Lloraba porque se habían besado y había un montón de sensaciones sin nombre que se agolpaban en su cuerpo, sin poder expresarlas, sin saber ordenarlas, peleando entre sí en una lucha que desembocó en un llanto callado y húmedo, hondo. Ella sabía que él no era su chico y él sabía que ella no era su chica, pero se sentían unidos por esos lazos que ofrece, generosa, la vida. Y les resultaba hermoso tenerse. Saber que estaban. Sin más ataduras ni etiquetas. ''Tengo los labios como...ásperos, ¿verdad?'', susurró él, rozando el pelo de ella con su aliento.
Aquella noche, a ella le habría gustado explicarle que los labios de él eran como de hojaldre. Y que a ella se le antojaban dulces y quebradizos, como un pastelillo deslizándose entre sus dientes. Que su respiración era apacible y sugerente, que tenía aroma a madera. Que su mirada profunda, a veces melancólica, era envolvente y misteriosa.
Aquella noche, ella no pudo vencer la tentación de mirarlo marchar desde la ventana. Caminaba con decisión sobre el vacío de su calle en penumbra. Tenía un aire antiguo, de otra década, como de película de James Scott. Su cazadora, su peinado, sus patillas, los vaqueros y el cigarro le daban el aire de tipo sacado de una canción de Elvis Presley. No pudo sino mirarlo con cariño y sonreír.
Aquella noche, a ella le habría gustado decirle que no era tristeza sino contento lo que la acompañaba al meterse en la cama, aunque sintió dolor al saber que la última imagen de ella que él se llevaba esa noche eran unas eternas lágrimas escurriéndose por sus pómulos, intentando deslizarse por su boca, buscando la huella cálida y serena de él, tan reciente.
Aquella noche, a ella no le fue fácil conciliar el sueño y en su cabeza no paraba de sonar una canción: Cabecita Loca de Fondo Flamenco. Era como la banda sonora del corto que ambos habían protagonizado en esas horas tan maravillosas, exclusivas, sólo de los dos.
Aquella noche, evocando la letra de esa canción, ella tuvo una certeza: si algún día la nostalgia dañaba su corazón, el recuerdo de su voz, de sus ratos juntos, no darían jamás paso a la tristeza. Entonces supo que él era para siempre.