martes, 16 de noviembre de 2010

Repostando en la vida

 Porque la venganza es un plato que sirve frío, aqui dejo esta reflexión narrativa''.

Pararon para tomar un café. A Laura no le apetecía mucho y le extrañó que David se lo propusiera. Siempre que iban de viaje, él se molestaba si ella decía que necesitaba ir al baño o le sugería un momento para comprar algo. ''¿ No podías haberlo pensado antes de salir? ¿ Seguro que no puedes esperar hasta que lleguemos?...''
Parar unos minutos no suponía un problema, únicamente, si la excusa era que a él no le había dado tiempo a llenar el depósito y repostar era ineludible. Cada uno tenía sus manías.
Aquella tarde fue distinto. Aunque apenas quedaba una hora para llegar a la casita rural que habían alquilado ese fin de semana y tenían gasoil de sobra, David la despertó de su siesta amablemente: ''Cariño, ¿te apetece tomar un café? Necesito estirar las piernas''.
Laura dijo que sí por decir algo. Ni tan siquiera tenía claro si le apetecía una dosis de cafeína, pero llevaban dos horas de camino y no le importaba respirar un poco. El aire acondicionado bloqueaba sus fosas nasales. ¡Dichosa alergia!
Al camarero apenas le dio tiempo a darle las buenas tardes. ''Un cortado y...¿uno sólo con hielo para ti, cariño?'', le preguntó David cogiendo su mano. ''Mientras lo ponen yo voy un momento al baño. Necesito refrescarme un poco''. Y la apretó con fuerza. ¿Le pasaba algo?
Pobre. Últimamente trabajaba demasiado. Nueva compañía, el cargo que siempre había deseado, ayudante y secretaria, un despacho con unas increíbles vistas...Lo único reprochable era la cantidad de horas que tenía que echar al día. ''Pero eso -le repetía él-, sobre todo al principio, resulta inevitable''. Aunque a ella empezaba a pesarle. Había pasado más de un año. Sus viajes eran cada vez más frecuentes y largos. Apenas se veían. Y muchas noches, cuando él llegaba, ella ya estaba dormida, ambos demasiado cansados para compartir nada. Ni siquiera discutían. Pero ella siempre le disculpaba. Por eso tenía tantas esperanzas puestas en ese fin de semana.
Eso pensaba mientras lo esperaba en la barra con el hielo de su café medio derretido. La pareja que había a su lado dejaba una propina y se marchaba y la camarera le servía unos refrescos a varios jóvenes que habían entrado bromeando. ¿David?...
Quince minutos más tarde, Laura se acercó al servicio de hombres extrañada y llamó a la puerta. No contestó nadie. Nerviosa, volvió fuera y le preguntó al camarero si podían acompañarle a mirar dentro. ¿Se habría mareado?
¿El señor que la acompañaba? Pagó y se marchó, señora. Apenas cinco minutos después de llegar.
Pero...Es imposible-, susurró corriendo a la calle. Efectivamente, el coche había desaparecido. Laura cogió el móvil y lo llamó insistentemente.Apagado o fuera de cobertura. Apagado, sin duda.
Volvió a la barra y se sentó. El camarero se acercó y le acarició el hombro con aire compungido. Pero Laura sólo sentía frío. Realmente, ¿le extrañaba tanto aquello?, pensó. Apenas necesitó un minuto para beberse también el cortado de un trago y preguntarle a la chica: ''Quizá debería pedir un taxi''. Pero el joven se adelantó. ''Yo puedo acercarla donde quiera''. Y Laura vio en sus ojos que la vida comienza en las paradas más inesperadas. A ella también le apetecía estirar las piernas. Necesitaba refrescarse un poco. Y respirar.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Espérame en el cielo

''Otra historia para vosotros, y en especial, para mis abuelos, que se sorprenderían de lo que se identifican en ella''.

La primera nieve del invierno trajo a su vida, tan apagada, la luz del recuerdo. Miraba por la ventana mientras recolocaba su moño blanco con unas hermosas peinetas de nácar: la apacible blancura del paisaje se le antojaba perfecta, límpida, como una cama recién hecha con sábanas de hilo cuidadosamente bordadas y planchadas aún con más esmero. Los copos caían lentos, caprichosos, dejándose mecer por el aliento perezoso y negro de las chimeneas.
El fondo verde de los pinos, el cielo preñado, como si quisiera desplomarse sobre los tejados a medio cubrir, las pisadas de las vecinas que habían bajado a por el pan, el ladrido lejano un perro, el viento caprichoso envolviendo las copas de los árboles y aullando tímidamente, como si quisiera escaparse...componían una postal que la trasladaba a otros tiempos más felices, a días sin soledad.
A días de pan y risas, de batallas de bolas de nieve, de niños alborotando la casa, a días de escuela, de gripe con el pequeño, de no parar, de no comer, de remendar, de coser y zurcir, de recoger, de peinar, de cocinar...
A días de compartir. De jugar con sus hijos. De hablar con él. Él, que se había ido hacía ya cinco años, una tibia madrugada de mayo cuando su corazón, cansado de latir, le dijo adiós para siempre en la cama que habían compartido durante más de sesenta años.
Un escalofrío recorrió su espalda y se agarró con fuerza a su toquilla de lana, como si quisiera abrazarse. Miraba...y recordaba las largas noches de invierno. A sus cinco hijos dormidos en las alcobas y ellos acurrucados bajo la colcha de lana que tejió el invierno que estaba encinta de su hijo José Pedro. Y la nieve, implacable, cayendo despaciosa sobre el alféizar de la ventana al amanecer, cuando los primeros rayos de luz se escapaban perezosos entre las nubes cargadas de frío, entre las montañas coronadas de blanco.
Las lágrimas humedecieron unos ojos agotados de tanto mirar. Había vivido más de ochenta veces el mes de enero, pero nunca el frío había calado tanto en su piel.
La leña, ajena a tanta tristeza, ardía alegremente y chispeante en la chimenea. Y, por un instante, albergó en su alma la vana ilusión de verlo sentado junto al fuego, con su cigarrillo impertérrito en la boca, canturreando con uno de los niños que les había dado su amor sentado en sus rodillas. Y rompió a llorar de pena al recordar su maravillosa voz, y sus brazos, tan fuertes, tan poderosos, tan protectores. Sabía que ni hijos ni nietos, aunque aliviaban todo lo que podían su ausencia, podrían tapar su hueco jamás, el enorme vacío que había dejado en su alma. 
Y rompió a llorar de nuevo de alegría por todo lo vivido. Era algo que no podía olvidar, algo que no quería olvidar. Estaba francamente satisfecha por haber sentido el amor, la alegría, el trabajo, la familia.
Sentía su corazón cansado de andar un largo camino, pero también reconfortado, pues albergaba la esperanza de que un día, y no demasiado lejano, sus manos se volverían a entrelazar en un abrazo eterno, sin prisas, sin frío, sin final.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Despistada

'' He vuelto a escribir, después de todo. Para ello necesitaba cerrar una etapa de mi vida que yacía abierta supurando sangre negra que me corrompía por dentro. Vuelvo a ser yo, vuelvo a escribir y, como siempre, desde el fondo de mi corazón''.


Como cada día, Ana cerró los ojos un momento antes de arrancar el coche para ir a trabajar. Cada vez le daba más pereza ponerse en marcha. Su trabajo de secretaria la aburría soberanamente. Sobre todo ahora que, cumplidos cinco años en el puesto podía ejercer sus funciones sin esfuerzo alguno...
Pasada la primera rotonda rubo a la oficina, el semáforo la obligó a detenerse y, distraída, observó a la chica que conducía el coche de al lado. Tenía la barbilla hundida en el pecho y, con los ojos cerrados, respiraba profundamente. Parecía que la vida se le iba a ir en un suspiro. ''¡Qué seria está! ¿Qué estará pasando por su cabeza?'', pensó, mientras se fijaba en cómo la joven se retiraba un mechón de la cara y lo colocaba con delicadeza detrás de la oreja. Entonces percibió que la desconocida estaba llorando.
La luz verde se encendió y Ana metió la marcha. Miró el retrovisor y vioque la conductora aún no había reanudado la marcha. Así estuvo unos segundos hasta que el coche arrancó lenta, muy lentamente. Ana siguió con curiosidad su avance a lo largo de la avenida que conducía hasta su trabajo. Al parecer, ambas compartían buena parte del trayecto, aunque nunca se había fijado en aquel coche. Eso pensaba hasta que volvieron a coincidir en el siguiente semáforo.
La joven seguía llorando ajena al mundo -el tráfico, los cláxones, los demás conductores...- mientras sus dedos parecían juguetear con el aparato de radio. Mantenía la misma mirada perdida en el infinito.
¿Qué le habrá pasado? La curiosidad reconcomía a Ana. Quizá la joven tenía algún pariente o amigo enfermo y le habían dado una mala noticia. Quizá tenía problemas en el trabajo, ahora que la situación estaba tan mal en todas las empresas. ¿Tendría un jefe tan déspota como el suyo? ¿Un sueldo tan bajo? No, seguro que lo que le sucedía era que había discutido con su chico. Sí, probablemente habían tenido una bronca esa misma mañana. ¿Ves? En el fondo era mejor estar sola, como ella. ¿ Por qué se lamentaría tanto? Estaba harta de escuchar a todas sus amigas quejarse de los dolores de cabeza que les daban sus chicos. ¡Menudo alivio!
Procuró seguir al coche disimuladamente. Podía sonar triste, pero contemplar el mal ajeno la hacía sentirse un poquito menos infeliz con su vida triste, solitaria y aburrida. Ya lo dice el refrán: mal de muchos...
Dos semáforos después, la joven desconocida puso el intermitente y a Ana no le quedó más remedio que desearle suerte en silencio mientras la vio enjugarse las lágrimas con una actitud indolente.
Mientras tanto, en el coche que se alejaba, la joven desconocida le daba volumen a su canción favorita y la escuchaba por tercera vez aquella mañana: ''Cómo hablar, si cada parte de mi mente es tuya, si no encuentro la palabra exacta... Cómo decirte, que me has ganado poquito a poco, tú que llegaste por casualidad''. Ana no podía parar de llorar de felicidad. Aquella mañana, su chico le había pedido que se casara con él. Y ella le había dicho que sí, por supuesto. Estaba enamorada, enamorada, ¡enamorada! Israel era lo mejor que le había pasado en la vida. Intentaba respirar con fuerza para sentir cada uno de los segundos de aquel maravilloso día. Y volvió a escuchar otro claxon. ''¡Qué despistada estoy! -dijo en voz alta arrancando de nuevo el coche-. Cualquiera que me mire va a pensar que estoy loca. Si supieran por qué...¡se morirían de envidia!''.