martes, 18 de mayo de 2010

Sin mirar atrás...

Me miró. Y ya todo estaba decidido. Esos ojos, no los podía sacar de mi mente. Ni de noche ni de día. Me perseguían donde fuera que soñara o despierto pensara en ella. Llegué a pensar en una obsesión extraña. Pronto me dí cuenta que esa sensación extraña que acorralaba mi corazón era amor. Nunca había notado esa sensación en mi corazón, que se hacía un pequeño puño cada vez que su imagen rozaba mi mirada. Sin duda, estaba loco por ella, y no sabía como decírselo. Su belleza me superaba, no podía más, tenía que quitarme ese peso de encima y declararle lo que sentía, para quedarme más tranquilo. Total, si el no ya lo tenía, ¿qué iba a perder?
Nunca olvidaría ese día con sus amigos en la pradera, cuando una chica tímida y risueña apareció de la mano de su amigo Óscar. Óscar era su mejor amigo, siempre estaban juntos, y se contaban absolutamente todo. Fue el primero en saber los sentimientos de Pedro.
Aquella tarde me decidí, se lo diría, ya no aguantaba más. Aquella joven risueña me había arrancado algo de sus adentros. No lo pensé más, y quise hablar con ella. Llamé a su teléfono. Lo descolgó su padre. Cuando preguntó quién era le dije qe un compañero de clase que pedía la tarea de aquel día.Vociferando llamó a su hija Ana, quien sofocada contestó el teléfono. Se dio cuenta enseguida que era Pedro, hablaron y hablaron por horas, quiso decirle algo importante, pero no pudo, quizá por la voz irónica de Ana, quizá por la verguenza que lo acorralaba. Sólo le dijo: Sabes qué? y colgó el teléfono.
Ana se temió a lo que se debía su llamada, pero intentó distraerse. Esa distracción sólo perduró hasta la noche, cuando volvió a llamar y le declaró su amor sincero y puro.
 La voz de Ana se cortó, no era capaz de pronunciar palabra, y, además, estaba temblando. Él tambien temblaba. Ninguno de los dos hablaba, sólo se escuchaban mutuamente el sonido de un respirar nervioso y tembloroso. Finalmente, Ana tuvo qe marcharse a su habitación por petición de su padre furioso.
Al día siguiente, volvieron a hablar, ya más calmada Ana y con las ideas más claras. Esa misma noche le declaró a Pedro que sentía lo mismo, pero que su miedo a volver a fracasar en una relación se lo impedía. Por suerte, tuvo fuerza de voluntad suficiente para volver a intentarlo. Si hubiera sido otro, no hubiera seguido insistiendo en su amor por ella, pero Pedro era distinto a todos los que había conocido antes. La amaba demasiado como para dejarla marchar. Y quizá Ana nunca se arrepentiría de haberle dado su sí y una oportunidad a él, el que más la amaba, y otra, por supuesto, a ella misma.

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