Paco reconocía sin pudor que le dominaba la envidia. Su envidia era posesiva e insaciable. Todo cuanto los demás tenían, eran o representaban lo quería para sí. El único ojetivo de su vida era tener más que los demás, ser más que los demás, aparentar más que los demás.
Una enorme desgracia fue, por ejemplo, encontrarse con que don Omar Campos, su más odiado enemigo del colegio, tenía una esposa más guapa que la suya. Carcomido por dentro, aunque juzgaba a Elena, su primera mujer, de una belleza bárbara, rompió con ella e inició la búsqueda de una todavía mejor, que pudiera competir con ventaja contra la del meapilas de don Omar.
Pasaba verdaderas fatigas cada vez que tenía que ir de visita a casa de algún conocido. Siempre, era inevitable, había un cuadro más bonito que los suyos. Y si no era un cuadro, lo canjeaba por una silla. Y si no, una vajilla. O el perro...
A veces tenía tentaciones de llevarse ese cuadro, esos cubiertos o esas cristalerías, incluso de matar al perro. Con mayor frecuencia quería destrozar aquellas casas donde se escondían esos tesoros que él no poseía. Por fortuna, aunque a sus nervios les sentaba fatal, conseguía controlarse y aparentar normalidad. A la mañana siguiente hacía una batida por las mejores tiendas de la ciudad intentando recomponer su maltrecha y malentendida dignidad.
Por lo demás, era un hombre atento, amable, inteligente y sensible, que sufría como un condenado por esta envidia suya.
Tanto sufría que dedicaba la mitad de su tiempo libre a saciarla y la otra mitad a combatirla, por el momento sin ningún éxito reseñable. Era víctima de sí mismo.
Al fin creyó dar con un método infalible para librarse para siempre de su ciega rabia. Si conseguía perpetrar un crimen lo suficientemente importante acabaría entre rejas y de, esta forma, entraría a vivir en un medio donde, pensaba, todos sus habitantes tienen exactamente las mismas condiciones, la misma ropa, la misma comida y los mismos enseres.
Puso toda su activa inteligencia a trabajar y en menos de una semana dio con el plan perfecto. Cuando lo tuvo todo listo lo ejecutó con el mayor sigilo para conseguir dejar bien a la vista pruebas irrefutables de su culpabilidad.
Todo salió aparentemente según lo planeado. La policía se presentó en su casa con una orden judicial. Mientras le enumeraban sus derechos, Paco empezó a sentir cómo su vida entraba en un camino nuevo que le libraría de su desgracia. Podía, pues, estar satisfecho de su astucia.
Hasta que comenzó el juicio. La envidia, esa a la que se encontraba tan cerca de asestar su golpe final, lo llevó años atrás a contratar al mejor abogado de la ciudad después de una desafortunada charla sobre criminalistas con un antiguo compañero de la universidad. Su abogado, cumpliendo con su obligación, se fajó como un león en el estrado, impresionó al juez y al jurado con sus imbatibles argumentos y, horror, consiguió para Paco una libertad condicional que pesó en su ánimo como una losa.
De vuelta a la vida normal recayó en su miseria y siguió envenándose día a día. Le quedó el consuelo, eso sí, de ser el único de sus amigos, conocidos y parientes que había ocupado el mismo día la portada de todos los periódicos nacionales. Pensaba, pobre, que todos le tendrían envidia.
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