Si había un chico tímido en la oficina ese era Pedro. Desde que llegaba a las ocho hasta el susurrante ^hasta mañana^ de las cinco apenas se podía oír su voz. Pedro no salía a tomar café con sus compañeros porque, además de no gustarle el café, no sacía de qué hablar con ellos. Así pues, cuando sufrió el accidente en el que perdió media lengua, a nadie le pareció una circunstancia de gravedad extrema. Total, para lo que la usaba...
Los doctores trataron a Pedro lo mejor que pudieron. Intentaron, incluso, reimplantarle el fragmento desgarrado, que su madre había llevado en una bolsita con hielo al hospital. Fue imposible, entre otras cosas porque cuando llegó a urgencias, ni siquiera por señas consiguió comunicarse con el personal del hospital.
Pasaron unos meses sin que en el entorno de Pedro las cosas cambiaran demasiado. Llegaba a su puesto, se sentaba y sólo se oía el chirriar de su silla en las escasas ocasiones en las que se levantaba. En casa, su madre pretendió ser muy desgraciada pero el sentimiento le duró sólo unos días, los justos para darse cuenta de que para su hijo la vida seguía igual.
La tarde en que mamá recibió la llamada de la Seguridad Social anunciando que habían encontrado una lengua nueva para Pedro, apenas le dio importancia a la noticia. Cuando el accidentado volvió de la oficina fueron al hospital, donde les explicaron con detalle el procedimiento y se mostraron encantados de atender a unas preguntas que, por supuesto, jamás llegaron.
Una vez finalizada la operación, se sentía molesto, pero no por ninguna de las posibles complicaciones de las que fue advertido. Lo que preocupó a Pedro en esos primeros días era la extraña incontinencia verbal que sufría desde que el implante cicatrizó y se volvió funcional. Era abrir la boca y no parar. Se sentía avergonzado porque hablaba a tal velocidad que apenas era capaz de pensar lo que decía.
El agobio fue aumentando a medida que los temas de su conversación se volvían más escabrosos. De no saber nada de sus compañeros, pasó a explicar a quien quisiera escucharle todos sus secretos. Incluidos los inconfesables. Nadie sabía como, pero el nuevo Pedro terminaba enterándose de todo. A él la sensación de incomodidad no se le iba, pero no podía parar. Sufría un irremediable impulso físico de cotillear, más allá de todo sentido común.
Su fama empezó a extenderse y llegó hasta los directivos de la cadena local de televisión. Pedro fue fichado como contertulio del programa de corazón de la temporada. Con su participación, la audiencia se dobló y no tardó mucho en llegar el canto de sirena de las nacionales, que se preguntaban de qué manera podrían sacar partido de ese muchacho tan locuaz e irreverente.
A esas alturas, a Pedro se le había pasado por completo la verguenza, acostumbrado ya a la forma de ganarse la vida de los compañeros de su nueva profesión. Despellejaba con igual descaro a los nobles y plebeyos, pensando exclusivamente en lo movida que era su existencia, ahora que por su boca hablaba otra lengua. Una lengua, desde luego, mucho más desenvuelta que la que lo tuvo aburrido y gris los 25 primeros años de su vida.
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