Como cada noche a esas horas, Carmen, la oronda camarera del Start Café, había salido a darle algo que confortaba su cuerpo y lo reconciliaba de nuevo con el mundo. En el callejón se oía una dulce música de vals y él imaginaba que alguna pareja de enamorados bailaba al son de sus delicadas notas, abrazada.
La noche era fría, pero él ya tenía su rincón. LLevaba años durmiendo allí, con su rincón. Llevaba años durmiendo allí, con su cama de cartones estratégicamente colocada sobre las tuberías de la calefacción del Start Café. Por el día, iba al comedor de la parroquia del barrio, pero sólo pisaba el albergue para asearse un par de veces por semana. No quería ni oír hablar de la posibilidad de dormir allí. No quería normas ni horarios. Era un vagabundo, no un preso. Y, además, le gustaba vivir la noche, 'su noche'. Conocía a la gente del barrio y disfrutaba observándola. Su callejón era un buen lugar para hacerlo.
Al caer la tarde, pasaban por allí almas solitarias, amantes clandestinos y señoronas en busca de amor, con la tristeza camuflada en carmín y cuellos de visón, que buscaban calor y consuelo en aquel bar, un local de esos que ya no quedan, con sillones de escay y mil historias de desamor y soledad grabadas en sus paredes.
Casi nadie reparaba en él. Se habían acostumbrado a verlo allí, sentado, fumando un pitillo, leyendo o fingiendo que leía. Era parte del paisaje. Pero él lo veía todo y lo sabía casi todo. Había visto a Rosa, la de la panadería, la que le regalaba deliciosas magdalenas, llorar desconsolada por Arturo, el de la aministración de loterías, a quien amaba con locura y quien, a pesar de las promesas, no se había separado de Luisa, esa señora rubia y simpática que cogía el autobús a las siete y cuarto de la mañana para ir a trabajar al otro lado de la ciudad. Había visto a Domingo, el del quiosco de prensa, salir tambaleándose del Start Café, borracho como una cuba, a las tantas de la madrugada, sin ganas de volver a casa, deprimido y hastiado de soledad y frío desde aquella triste Navidad en que un cáncer se llevó la vida de Margarita. Ella era su guapa mujer, aquella señora tan buena que lo invitaba a cenar cada Nochebuena con ellos, que le daba ropa de Domingo y que le bajaba termos de café caliente en las mañanas de invierno. Sabía que Juán, el que vivía en el número 3, engañaba a su novia con Marisa, la de la peluquería de la esquina, y que Marisa, en realidad, estaba enamorada de Mario, el dueño del Start Café, del local de la peluquería y de la panadería, un hombre alto, engominado y con traje. Un triunfador hombre de negocios al que Carmen había tenido que llevar más de una noche a su casa porque le gustaba demasiado el whisky.
Aquella noche, como tantas otras, al recostarse sobre sus cartones y taparse con la manta que le había regalado Margarita unas semanas antes de morir, volvió a sentirse tan afortunado como solo. El vals seguía sonando a lo lejos, cálido y envolvente como la sopa que le había dado Carmen para cenar. Los enamorados, seguramente, seguirían abrazados tras alguna de aquellas ventanas en las que se veía luz. Y él, dueño absoluto de su vida y sus sueños, se durmió imaginando que eran Carmen y él quienes protagonizaban aquel baile en un lujoso salón con paredes de viento y techo abierto a la pálida luna de enero.
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