''Esta entrada está dedicada a este capítulo de mi vida que acabo de enterrar para poder olvidar lo mal que se pasa cuando la gente es hipócrita, y también a algunas personas que si lo leyeran se darían por aludidas...''
Por primera vez desde hacía mucho, 32 años, Pablo no tenía que ir a trabajar. Ni hoy, ni mañana tampoco. Ni la semana próxima. Nunca más. Y eso hacía que se sintiera raro. A pesar de todo, Pablo miraba el futuro con optimismo. Al fin y al cabo, después de tantos años de dedicación y madrugones, se le abría un horizonte lleno de posibilidades y mucho, mucho tiempo libre.
Aquella mañana, como tantas desde hacía 32 años, Pablo había llegado puntual a su puesto de trabajo. Café con leche desnatada y el paquetito de papel de aluminio con las tres galletas María que Sandra introducía en su cartera. Un poco de periódico, una llamada a su madre y... ¡ a trabajar! Así durante 32 años. Hasta hoy.
El teléfono sonó a las nueve y media. Era lunes. Y se enteró. Pablo no daba crédito. Había empezado a trabajar en esa empresa con 20 años, haciendo prácticas, y lo había vivido casi todo, o eso creía: crisis, repuntes, subidas y también bajadas. Cambios de jefe, cambios de dirección, cambios de ubicación. Cambios políticos... Se sentía parte de esa empresa, con sus penas y sus alegrías. Le daba pena dejarla.
Se lo comunicó a sus compañeros, los abrazó y lloraron juntos. A partir de ahora no sabía que hacer, ni a qué iba a dedicar sus mañanas, ni dónde iba a desayunar. Quizá se sintiera raro tomando el café en la cocina de la casa sin ser sábado o domingo, ni vacaciones. No sabía si lo primero que haría sería un viaje o tumbarse en el sofá durante semanas para aprender a ser consciente de su nuevo estado.
Pero Pablo no podía irse sin más. Allí, entre esas paredes grises, pisando un suelo de baldosas falsas, con muchas ojeras, hipotecas, hijos, soledades y sonrisas había, sobre todo, muchos seres humanos. Y a él le importaban. Cogió su abrigo y bajó al bar de la esquina. Encargó unas raciones y unas botellas de vino. Los reunió a las doce en la sala de juntas. Habían sido sus compañeros durante años y quería una despedida alegre. Acudieron todos, hasta aquellos con los que no se llevaba especialmente bien.
Emoción al abrazar a Pedrito, con quien tantas porras había perdido al fútbol. Risas al recordar con Noelia el día que se emborracharon en la cena de Navidad y acabaron cantando a Pimpinela en el karaoke. Lloros al decir adiós a Logan, su 'muchacho', 20 años más joven que él, al que había enseñado lo poco y lo mucho que sabía. Un tierno beso a Camila, la secretaria del jefe del departamento intermedio de marketing, al cual tenía seducido para que le ascendiera a un puesto de mayor importancia que la oficina de marketing, la que fuera su novia hasta que conoció a Sandra. Un sincero apretón de manos con su jefe, con quien mantenía una insana rivalidad, y un poco de sarcasmo con Alejandro, con el que nunca había acabado de entenderse.
La fiesta terminó a las dos de la tarde, bien apuradas las botellas de vino, y sus compañeros, los supervivientes, se fueron marchando.
Pablo se quedó solo, recogiendo su mesa y la mitad de su vida. Empaquetándola. Tranquilo, pero sabiendo que de allí se llevaba un montón de recuerdos, buenos y malos, de los que no quería ni podría desprenderse jamás. Se sentó en su silla y miró a su alrededor: la misma mancha de humedad de siempre, el mismo ruido de fondo, los mismos silencios a la vez, esa luz mortecina y solitaria...Descolgó el teléfono e hizo su última llamada desde su mesa: ''Mamá, a Sandra y a mí nos ha tocado el Euromillón. Dejo el trabajo''.
2 comentarios:
sabes que, rakel's ??
cada vez me gusta mas como escribees XD
en serio, me encanta esta historia. Ya la he leido tropecientas veces, pero es que me encanta como nos engañas !! jajaja
Publicar un comentario