''Bien, pues a causa de que gané el segundo premio de narración de mi instituto, quería publicar esta entrada qe contiene mi historia, para que la podáis leer. Un besito.''
Samantha cerró su bolso y se dispuso a abandonar la casa. Una sonrisa brillaba en su boca, sobre todo el diamante que hacía unos días se había implantado en un diente.
Estaba feliz, se sentía dichosa. Por fin iba a conseguir lo que quería, y lo obtendría por la mitad de precio que había imaginado. O por el doble.
Se dirigió a la estación de tren. Se informó sobre los horarios y, viendo que el que la dirigía donde ella deseaba se demoraría entre media hora y unos cuarenta y cinco minutos, decidió hacer una visita a la cafetería de la estación.
El propietario de aquel bar era un hombre sucio, grosero y con mugre entre las uñas de los pies, que se veían a través de sus sandalias roídas y llenas de moho.
Le preguntó qué deseaba, pidió un vaso con agua del tiempo, y en el sucio mostrador, un vaso polvoriento fue llenado por él de agua del grifo calenturienta.
Como le pareció una falta de educación, se tomó la molestia de comprar un pequeño pincho para almorzar durante el viaje.
Se despidió del dependiente, salió de la cafetería y se dispuso a sentarse en un banco cercano a las vías. En él, una señorita joven, de aspecto cansado, portaba a un crío de poca edad en brazos. Se acercó para preguntarle la hora. Muy amablemente susurró que eran las cinco en punto. Le dio las gracias y ella volvió a su postura anterior, tambaleándose sobre sí misma con la criatura, esta vez en su regazo.
A falta de cinco minutos para que finalizara el plazo para la llegada tardía del tren, oyeron un extraño chirriar en las vías que nos despertó de nuestros ensimismamientos.
Entró apresuradamente en el vagón y se sentó lo más cerca que pudo de la ventana de emergencia. Sin saber muy bien por qué, viajaba aterrada. Toda la gente con la que se había cruzado era de una rareza extrañísima. No pasaba nada, en dos horas estaría disfrutando del clima cálido de su destino.
Le habían encargado traducir unos documentos oficiales en una de las oficinas del Ministerio de Decretos Provinciales de un pueblo cercano a Andarías, su ciudad natal, situada en la frontera entre Martinico y la Española, dos islas preciosas separadas por un lilo de mar. ¡Qué tropical le pareció todo! Normal, en aquellas tierras casi todo lo era. Ya se arrepentiría de haber aceptado el trabajo. Un sentimiento atroz se apoderaba por momentos de su alma, y ni siquiera sospechaba a qué se debía. Muy pronto intuyó que algo en aquel vagón no marchaba bien.
La joven rubia que había hallado en la estación de trenes de Andarías había desaparecido.
Incluso Samanha recordaba haberla visto subir a aquel vagón, cargada con el carrito de la niña y un cesto de mimbre. También recordaba el asiento exacto en el que se situaban. Lo que no recordaba era el momento exacto en que, tanto la joven señorita, como el carrito, habían desaparecido de su campo visual. Sólo quedaba la niña, cuya pequeña cabeza asomaba entre el asa de la cestita de mimbre y su respectiva tapa.
Por fin llegó a su destino. Pero no podía abandonar a esa criatura allí. Le dio un vuelco al corazón, tomó la niña en brazos, encargó a un muchacho negro que cargara el equipaje hasta el hoterl, mientras se dirigía apresuradamente al punto de informació o recepción. En la cesta había también un bibierón de plástico, en el cual sobraban unos mililitros todavía, también una cartilla médica y un documento nacional de identidad perteneciente al padre de la criatura.
Luego le informaron de que todos esos papeles eran falsos, de que la criatura había sido abandonada por la madre y de que el padre cumplía condena por robo con fuerza en una prisión de San Petersburgo.
¡Cuántos territorios recorridos entonces!
Más relajada, y dejando a la niña en buenas manos, se dirigió a un lujoso hotel. Lo primero que hizo fue darse una mortífera ducha de sengre en su estancia. Alguen había aprovechado cuando el muchacho negro entró, para aguardarla desde el lado oscuro. O por el doble de dinero, había sido comprado para matarla.
En aquellos lugares alejados de la mano de Dios y, sobre todo, de cualquier tipo de justicia humana, se cometían muchos crímenes políticos, que ni por asomo serían investigados. Por supuesto, este no iba a ser la excepción.
Las oficinas a las que debía dirigirse para ocupar su puesto al día siguiente por la mañana reclamaron su ausencia en la embajada.
Imposible ya de recuperar era el cuerpo.
La investigación llegó más lejos de lo que se esperaba. Lo que habrían sido unas vacaciones pagadas, solo por traducir unos cuantos textos, se había convertido en la daga que apagaba la luz de su vida.
Samantha tenía un novio. O mejor digamos tuvo. Siempre quiso ir a vivir a ese lugar. Cuando Samantha le comunicó la noticia de que se hallaba en estado de buena esperanza, a su novio Dominique se le hizo un nudo. Él tenía la ilusión de ser padre algún día, pero aquella noticia tan inesperada le marcó profundamente.
Él no podía mantener una familia, vivía en la pobreza más extrema, tenía que robar para poder alimentarse, decidió que nunca más volvería a pasarle otra vez lo mismo, acabar en la cárcel por mantener una familia. Por eso mató a Samantha, embarazada de su criatura, justo antes de sus vacaciones, justo antes de que descubriera que el padre de la criatura abandonada en el tren era él.
1 comentario:
im-presionante raquel !! eres genial escribiendo, te lo he dicho mil veces y te lo seguiré diciendo. Sigue contando historias fascinantes y sorprendentes mucho tiempoo ;)
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