Lo mejor de las cosas buenas es que pasan sin que las busques demasiado. Eso les había ocurrido a Pedro y Sonia, que no se habían buscado. Su encuentro tuvo lugar en la cafetería de la facultad, cinco años atrás. Y fue, como todas las cosas buenas, por casualidad, sin pretenderlo. Sonia estudiaba Filología Inglesa; Pedro, Biología. Ella era de familia bien; él un superviviente: compartía piso con tres estudiantes y sobrevivía con trabajos mal pagados, horarios infernales, pocas horas de sueño y sin un duro.
Ella era aplicada, estudiosa y pasaba los ratos libres en la biblioteca. Sus buenas notas se las debía a la constancia. Él era caótico, inteligente y arrollador. Pisaba las clases con poca frecuencia y era un asiduo a las partidas de mus de la cafetería.
El día que se conocieron, él se fijo en la boina gris de ella, sobre la que hizo un chiste que rieron con ganas sus compinches de la baraja.
Ella hizo oídos sordos a la tontería pero, al pasar junto a su mesa, le sacó los colores con un corte de los que hacen historia.
Y ahí comenzó su historia de amor. Porque él, superado el bochorno, no se amilanó, no. La siguió por el pasillo y no paró de hacer bobadas hasta que consiguió su risa, franca y fresca, y una cita.
Se sucedieron los cines, las cenas, las copas...Se enamoraron como jamás podrían haber imaginado. Viajaron juntos, leyeron juntos, bailaron juntos y amaron juntos, el uno al otro. Vivieron juntos.
Sabían que ese era el paso más importante de cuantos habían dado, pero estaban convencidos. Alquilaron un estudio, lo llenaron con sus libros, su música, sus películas y su cariño y, en tiempo récord, habían formado un hogar. Se juraron amor eterno. Sonia, acostumbrada a las comodidades, perdonó el hecho de no tener ascensor, y Pedro fue abandonando -por el bien de la relación- las juergas con sus amigos.
Y, como las cosas buenas llegan sin esperarlas, Sonia se quedó embarazada. El día que lo supo, pasó por el mercado y compró la cena. Quería que la noche fuera especial y compró lubina para hacérsela al horno a su chico, que le encantaba.
LLovía con fuerza. Sonia subió corriendo la escalera de su casa. Estaba nerviosa, pero también contenta. No se había planteado nunca ser madre, pero ahora que iba a serlo sentía una gran satisfacción por estar esperando un hijo del hombre que amaba.
Al igual que las cosas buenas, las malas también llegan sin esperarlas. Sonia abrió la puerta de casa y escuchó con horror, unas risas femeninas que venían de la habitación, de su habitación. Sonia cerró de un portazo y se marchó para siempre. Caminó durante horas bajo la lluvia. Lo siguiente que recuerda es su despertar en la habitación del hospital y la cara del doctor que le explicaba que había perdido al niño, pero que podría tener más. Sonia no escuchaba nada. Ya no sentía. Algo recuperada del shock, decidió empezar de cero. Se marchó al extranjero.
Pedro, por su parte, nunca se perdonó lo que hizo aquel día: dejarle las llaves de casa a su amigo David para que pasara un rato allí con María sin que Sonia lo supiera. Y, aunque la buscó desesperado para explicarle el equívoco, jamás la encontró. Como las cosas buenas pasan sin buscarlas, él no ha perdido la esperanza de volver a verla, algún día, quizá por casualidad.
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