''Todo esto viene a un estado, mi estado, no muy habitual en mí. Cuando yo empecé a sentir, a saber a quién quieres, por quién sientes o por quién no, no era consciente de que el amor llega, tarde o temprano nos alcanza a todos. Esa gran epidemia la padecemos todos, los más y los menos, incluso los que dicen que el amor no está hecho para ellos. Ahora me doy cuenta de las palabras sabias de todo aquel que me rodeaba, que me imploraba esperar para encontrarlo, y por fin lo hallé. Por ello quiero dedicar esta historia a alguien de mi familia, alguien que aprecio muchísimo, es mi primo Mario, una persona de inteligencia inigualable, carácter moderado, sabe cuando decir cada cosa, en fin, alguien ejemplar para mí, de quien he tomado modelo, y expondría como modelo para todos los demás. Dicho esto, mil gracias primo, por todo lo que haces por mí, y por ser como eres, te quiero..''
Alberto y ella se conocían desde hacía mucho tiempo. Tanto, que a él le parecía imposible que, tras tantas idas y venidas y pruebas de amistad, pudiera haberle gustado a ella en algún momento. Y viceversa. Él tenía un bar cerca de la casa de ella. Estaba decorado con madera y velas y, al fondo, tenía una pequeña librería y unas estanterías con juegos de mesa. Los fines de semana, ganaban la música y el fútbol por goleada y él no paraba de trabajar, aunque, si iba ella con algún amigo, o incluso con algún novio -uno de esos que había tenidoy con los que siempre acababa mal, llorándole a Alberto en la barra-, él buscaba un huevo para tomar algo, sentarse en la mesa done estuviera, hacerse el simpático con sus amigos...
La apreciaba con sinceridad y adoraba su compañía. Entre semana, él tenía trabajo. Las mesas se llenaban de estudiantes que tomaban café, leían o jugaban al Trivial.
Y ella, de vez en cuando, al llegar del trabajo y antes de subir a casa, pasaba a tomar algo con él. Y eso le gustaba. Él tenía a su novia de siempre. No sentía que su vida fuera especialmente feliz o infeliz. Vivía, y con eso le bastaba. Ella había dado tumbos con uno y otro. Que si Sergio era un egoísta y Luis la engañó. Que si Martín la aburría, de Ignacio no acababa de fiarse...
En fin, que su corazón, aunque rebosante de amigos, latía mas solo que la una. Ella quedó con Eva y Clara para tomar algo. Y fue al bar de él, que la recibió la mejor sonrisa y un sincero ''cada día estás mas guapa''. Él, claro, se llevó de propina un ''tú tampoco estás nada mal'' y un par de besos en la cara. Cuando ella se marchó con sus amigas, él empezó a ser consciente de que no quería que se fuera. Que se había quedado con ganas de hablar más, de mirarla más, de sentirla más. Y viceversa.
En la soledad del cierre, con los taburetes vueltos sobre el mostrador y escuchando una última canción que él sabía que a ella le encantaba, Alberto apuró su vaso diciéndose para sí que había cosas que era mejor no pensar. Total, si en quince años no había reparado en los ojos verdes de ella, por qué ahora iba a morirse por verlos. ''Tonterías'', dijo en voz alta. Apagó la luz y se marchó. Ellos no se llamaban nunca. Sólo se veían en su bar, por lo que si ella, por la razón que fuera, no bajaba, podían estar semanas sin verse, que a él empezaron a parecerle una eternidad.
Ese día, ella había tenido una jornada laboral de las que es mejor olvidar. Era jueves y el reloj marcaba las ocho cuando aparcó el coche al lado de casa. Al apagar la música, se dio cuenta de que llevaba toda la semana escuchando un disco que le había grabado él y que, después de ese día tan horrible, lo único que le apetecía era verlo. En cuanto cruzó la puerta, los ojos de él se iluminaron, y su sonrisa se abrió hasta el infinito. Los corazones se aceleraban por segundos. Todo pasó a la vez. Y el mundo que les rodeaba se hacía pequeñito si se miraban. Y ahí estaban, quince años después de haberse visto la primera vez, precisamente en el bar, locos por cogerse de la mano. Disimulando que no se morían por besarse. Sujetando el latido del veinteañero que era cuando se hablaron la primera vez sin saber que hoy, tanto tiempo, tantos amores, tantas risas, tantos llantos después, estaban uniendo sus destinos para siempre.
jueves, 29 de abril de 2010
martes, 27 de abril de 2010
Por casualidad
''Esto te lo dedico a ti, mi amor, poco a poco te voy queriendo más y más, ahora sé que el amor no nace, se construye, cada día a base de amor y cariño, de demostraciones, no sólo las palabras sirven, sino también el saber estar, y el saber amar. Por eso quiero darte esto, no vale mucho, vale más tu amor, desde el primer momento me has dado todo lo que tenías, tu amor y tu tiempo, y un apoyo incondicional, te quiero..''
Lo mejor de las cosas buenas es que pasan sin que las busques demasiado. Eso les había ocurrido a Pedro y Sonia, que no se habían buscado. Su encuentro tuvo lugar en la cafetería de la facultad, cinco años atrás. Y fue, como todas las cosas buenas, por casualidad, sin pretenderlo. Sonia estudiaba Filología Inglesa; Pedro, Biología. Ella era de familia bien; él un superviviente: compartía piso con tres estudiantes y sobrevivía con trabajos mal pagados, horarios infernales, pocas horas de sueño y sin un duro.
Ella era aplicada, estudiosa y pasaba los ratos libres en la biblioteca. Sus buenas notas se las debía a la constancia. Él era caótico, inteligente y arrollador. Pisaba las clases con poca frecuencia y era un asiduo a las partidas de mus de la cafetería.
El día que se conocieron, él se fijo en la boina gris de ella, sobre la que hizo un chiste que rieron con ganas sus compinches de la baraja.
Ella hizo oídos sordos a la tontería pero, al pasar junto a su mesa, le sacó los colores con un corte de los que hacen historia.
Y ahí comenzó su historia de amor. Porque él, superado el bochorno, no se amilanó, no. La siguió por el pasillo y no paró de hacer bobadas hasta que consiguió su risa, franca y fresca, y una cita.
Se sucedieron los cines, las cenas, las copas...Se enamoraron como jamás podrían haber imaginado. Viajaron juntos, leyeron juntos, bailaron juntos y amaron juntos, el uno al otro. Vivieron juntos.
Sabían que ese era el paso más importante de cuantos habían dado, pero estaban convencidos. Alquilaron un estudio, lo llenaron con sus libros, su música, sus películas y su cariño y, en tiempo récord, habían formado un hogar. Se juraron amor eterno. Sonia, acostumbrada a las comodidades, perdonó el hecho de no tener ascensor, y Pedro fue abandonando -por el bien de la relación- las juergas con sus amigos.
Y, como las cosas buenas llegan sin esperarlas, Sonia se quedó embarazada. El día que lo supo, pasó por el mercado y compró la cena. Quería que la noche fuera especial y compró lubina para hacérsela al horno a su chico, que le encantaba.
LLovía con fuerza. Sonia subió corriendo la escalera de su casa. Estaba nerviosa, pero también contenta. No se había planteado nunca ser madre, pero ahora que iba a serlo sentía una gran satisfacción por estar esperando un hijo del hombre que amaba.
Al igual que las cosas buenas, las malas también llegan sin esperarlas. Sonia abrió la puerta de casa y escuchó con horror, unas risas femeninas que venían de la habitación, de su habitación. Sonia cerró de un portazo y se marchó para siempre. Caminó durante horas bajo la lluvia. Lo siguiente que recuerda es su despertar en la habitación del hospital y la cara del doctor que le explicaba que había perdido al niño, pero que podría tener más. Sonia no escuchaba nada. Ya no sentía. Algo recuperada del shock, decidió empezar de cero. Se marchó al extranjero.
Pedro, por su parte, nunca se perdonó lo que hizo aquel día: dejarle las llaves de casa a su amigo David para que pasara un rato allí con María sin que Sonia lo supiera. Y, aunque la buscó desesperado para explicarle el equívoco, jamás la encontró. Como las cosas buenas pasan sin buscarlas, él no ha perdido la esperanza de volver a verla, algún día, quizá por casualidad.
sábado, 24 de abril de 2010
cap.3 Mala conducta
Una mano fría. Soledad. Miedo. Aire. Descanso por fin. Corrió hasta quedar sin fuerzas por aquel pasillo poco alumbrado.
Cuando el sofoco le impedió continuar, una ráfaga de sombras la acorraló. Sintió una presión en su pecho que le obligaba a parar, el pasillo se acababa, avanzaba a pasos muy cortos y lentos.
Se halló impedida en aquella lúgubre esquina. De repente alguien encendió una luz, y viéndola en ese estado, la condujo a su habitación. Se sentó sobre su cama hasta que quedó dormida.
No se había dado cuenta de que Sofía ya no yacía tumbada en aquella cama.
El efecto de la droga la hizo caer en un sueño profundo, demasiado profundo.
Cuando despertó, se dio cuenta de que el frío le helaba las piernas, y el pecho, y el cuerpo, y se desangraba, y moría. Aquellos riñones que no tenía, digamos el espacio vacío ensangrentado en su regazo, estaba lleno de hielo y agua. Solamente un teléfono a la otra punta de aquel cuarto de baño, en el cual una sola luz central, una bombilla que casi no iluminaba nada, le daba la oportunidad de salvarse, pero ella ni siquiera podía levantarse de aquella bañera y caminar en la estancia.
Se incorporó, y vio en el suelo de la habitación una toalla blanca. Tambaleándose, se levantó y se envolvió la cintura con la toalla. Chorreaba la sangre por todos lados, ya casi ni veía los azulejos blancos de las paredes, sólo manchas rojas por todas partes. Con mucho esfuerzo, llegó al lugar donde el auricular del teléfono colgaba del techo, titubeó antes de pulsar el 945 (servicio de emergencias en aquella ciudad) y segundos después cayó desmayada al suelo.
Cuando se despertó de aquel sueño extraño y doloroso, se vio envuelta en sábanas blancas de un hospital, preguntó por su amiga Sofía primeramente, y como nadie le contestaba, se hizo constante que había muerto.
Se culpó por lo sucedido, su cabeza reparaba constantemente en que si no hubieran parado en aquel sucio y lúgubre hostal de carretera, todavía seguiría viva. Sólo culpa suya, solo suya.
Sólo se supo de Sofía que varios meses después apareció, solo parte de su cuerpo, quitando los brazos y las piernas y sus ojos que habían sido arrancados de cuajo con un tenedor.
La macabra escena enloqueció a Sandra, que dos días después fue internada en un centro psiquiátrico, donde nunca más volvió la capacidad de razonamiento a su cabeza, sólo un espejismo por las noches que la despertaba sofocada, de aquella sombra que ella persiguió la cual portaba un cuchillo en sus manos.
Pero...había sido un espejismo, o sólo un reflejo de sí misma? Un reflejo de su lado más maligno y perverso?
Cuando el sofoco le impedió continuar, una ráfaga de sombras la acorraló. Sintió una presión en su pecho que le obligaba a parar, el pasillo se acababa, avanzaba a pasos muy cortos y lentos.
Se halló impedida en aquella lúgubre esquina. De repente alguien encendió una luz, y viéndola en ese estado, la condujo a su habitación. Se sentó sobre su cama hasta que quedó dormida.
No se había dado cuenta de que Sofía ya no yacía tumbada en aquella cama.
El efecto de la droga la hizo caer en un sueño profundo, demasiado profundo.
Cuando despertó, se dio cuenta de que el frío le helaba las piernas, y el pecho, y el cuerpo, y se desangraba, y moría. Aquellos riñones que no tenía, digamos el espacio vacío ensangrentado en su regazo, estaba lleno de hielo y agua. Solamente un teléfono a la otra punta de aquel cuarto de baño, en el cual una sola luz central, una bombilla que casi no iluminaba nada, le daba la oportunidad de salvarse, pero ella ni siquiera podía levantarse de aquella bañera y caminar en la estancia.
Se incorporó, y vio en el suelo de la habitación una toalla blanca. Tambaleándose, se levantó y se envolvió la cintura con la toalla. Chorreaba la sangre por todos lados, ya casi ni veía los azulejos blancos de las paredes, sólo manchas rojas por todas partes. Con mucho esfuerzo, llegó al lugar donde el auricular del teléfono colgaba del techo, titubeó antes de pulsar el 945 (servicio de emergencias en aquella ciudad) y segundos después cayó desmayada al suelo.
Cuando se despertó de aquel sueño extraño y doloroso, se vio envuelta en sábanas blancas de un hospital, preguntó por su amiga Sofía primeramente, y como nadie le contestaba, se hizo constante que había muerto.
Se culpó por lo sucedido, su cabeza reparaba constantemente en que si no hubieran parado en aquel sucio y lúgubre hostal de carretera, todavía seguiría viva. Sólo culpa suya, solo suya.
Sólo se supo de Sofía que varios meses después apareció, solo parte de su cuerpo, quitando los brazos y las piernas y sus ojos que habían sido arrancados de cuajo con un tenedor.
La macabra escena enloqueció a Sandra, que dos días después fue internada en un centro psiquiátrico, donde nunca más volvió la capacidad de razonamiento a su cabeza, sólo un espejismo por las noches que la despertaba sofocada, de aquella sombra que ella persiguió la cual portaba un cuchillo en sus manos.
Pero...había sido un espejismo, o sólo un reflejo de sí misma? Un reflejo de su lado más maligno y perverso?
viernes, 9 de abril de 2010
cap 2. La sombra de los invisibles
Iban subidas a una furgoneta de mala muerte destartalada. El guardabarros rozaba el suelo y producía un sonido chirriante bastante molesto al oído humano. Los limpiaparabrisas estaban arrancados de cuajo y el propio parabrisas llevaba una especie de vendaje de cinta americana y celofán.
Por todas estas razones y porque el conductor del minibus destartalado era tuerto y cuando te miraba parecía estar viendo algo extraño detrás de ti, cosa que causaba escalofríos cuando los viajantes subían y bajaban de él, Sandra y Sofía viajaron con miedo y en un trayecto tan largo, la falta de sueño las causó fatiga y pronto comenzaron los sucesos extraños...o tampoco tan raros.
Al fin, cansadas de tanto bamboleo de hierros de aquel casi putrefacto automóvil, le susurraron al extraño conductor que parara enfrente de un hostal de carretera.
Ponía Motel ''El Paladar'' en una chapa justo encima del tejado, del cual tan solo las letras L, A y R, en su orden respectivo, estaban iluminadas con aquellas flashes de color rosa fucsia que hasta le proporcionaban un aspecto de prostíbulo al hostal.
Entraron a una pequeña salita que hacía de recibidor. Allí se observaban a simple vista algunos sofás de eskay, quizá roidos en las patas de madera por ratones que merodeaban debajo de mesas y sillas que se situaban en posición estratégica para simular un pequeño salón. En una de las mesas había un montón de platos, apilados unos encima de otros, los hondos despostillados en su borde. También había servilletas de tela roja con cuadritos verdes, a juego con el hule que cubría la superficie de aquella mesa.
Traspasando una puerta que en un pasado hubiera sido roja, pero que ahora, a causa de la carcoma se hallaba a trazas pintada, se encontraba una especie de taquilla, detrás de la cual un joven distribuía las llaves de los cuartos de la planta de abajo, y la del cuarto de contadores, que era el lugar que el hostelero administraba a los encargados de limpieza.
Pidieron una habitación con comodidades, luz y agua caliente y, a ser posible, una estufa para poder calentar sus cuerpos congelados por el frío que se colaba por la rendija de la puerta. Desgraciadamente se tuvieron que conformar con un cuartucho, que a lo mucho tendría unos 7 metros cuadrados. Sólo una triste bombilla de bajo consumo alumbraba la mitad de la estancia. La pared estaba cubierta por un papel desgarrado que en un pasado simulaba formas chinescas y el frío suelo denotaba que una moqueta había sido arrancada de él recientemente. La cama tenía una sábana y una manta únicamente, por ello les fue necesario acurrucarse para conservar el calor. Con cada movimiento en estado de somnolencia de cualquiera de las dos, los férreos barrotes de la cama crujían y sintieron miedo de que el somier de láminas fallara y el colchón cayera al suelo.
Todo el mundo dormía aquellas horas, salvo Sandra. Pensaba, pensaba y pensaba, y su cabeza no la dejaba reposar ni un minuto. Al fin cayó rendida por el esfuerzo del trayecto y el cansancio de tantas horas sin dormir. El sueño fue breve e intranquilo. Pasadas unas dos horas de esto, Sandra sintió una puerta crujir y unos susurros que procedían de aquel armario de contrachapado. Se levantó y fue descalza, pisando el frío suelo por el que correteaban ratas del tamaño de leones y se acercó a la puerta corrediza y chirriante. La abrió temblando, salió fuera para ver quién había, visualizó una sombra de una mano por cuyas venas sangre no circulaba debido a su extrema frialdad que la sostuvo por el cuello, soltó un grito y salió corriendo.
Por todas estas razones y porque el conductor del minibus destartalado era tuerto y cuando te miraba parecía estar viendo algo extraño detrás de ti, cosa que causaba escalofríos cuando los viajantes subían y bajaban de él, Sandra y Sofía viajaron con miedo y en un trayecto tan largo, la falta de sueño las causó fatiga y pronto comenzaron los sucesos extraños...o tampoco tan raros.
Al fin, cansadas de tanto bamboleo de hierros de aquel casi putrefacto automóvil, le susurraron al extraño conductor que parara enfrente de un hostal de carretera.
Ponía Motel ''El Paladar'' en una chapa justo encima del tejado, del cual tan solo las letras L, A y R, en su orden respectivo, estaban iluminadas con aquellas flashes de color rosa fucsia que hasta le proporcionaban un aspecto de prostíbulo al hostal.
Entraron a una pequeña salita que hacía de recibidor. Allí se observaban a simple vista algunos sofás de eskay, quizá roidos en las patas de madera por ratones que merodeaban debajo de mesas y sillas que se situaban en posición estratégica para simular un pequeño salón. En una de las mesas había un montón de platos, apilados unos encima de otros, los hondos despostillados en su borde. También había servilletas de tela roja con cuadritos verdes, a juego con el hule que cubría la superficie de aquella mesa.
Traspasando una puerta que en un pasado hubiera sido roja, pero que ahora, a causa de la carcoma se hallaba a trazas pintada, se encontraba una especie de taquilla, detrás de la cual un joven distribuía las llaves de los cuartos de la planta de abajo, y la del cuarto de contadores, que era el lugar que el hostelero administraba a los encargados de limpieza.
Pidieron una habitación con comodidades, luz y agua caliente y, a ser posible, una estufa para poder calentar sus cuerpos congelados por el frío que se colaba por la rendija de la puerta. Desgraciadamente se tuvieron que conformar con un cuartucho, que a lo mucho tendría unos 7 metros cuadrados. Sólo una triste bombilla de bajo consumo alumbraba la mitad de la estancia. La pared estaba cubierta por un papel desgarrado que en un pasado simulaba formas chinescas y el frío suelo denotaba que una moqueta había sido arrancada de él recientemente. La cama tenía una sábana y una manta únicamente, por ello les fue necesario acurrucarse para conservar el calor. Con cada movimiento en estado de somnolencia de cualquiera de las dos, los férreos barrotes de la cama crujían y sintieron miedo de que el somier de láminas fallara y el colchón cayera al suelo.
Todo el mundo dormía aquellas horas, salvo Sandra. Pensaba, pensaba y pensaba, y su cabeza no la dejaba reposar ni un minuto. Al fin cayó rendida por el esfuerzo del trayecto y el cansancio de tantas horas sin dormir. El sueño fue breve e intranquilo. Pasadas unas dos horas de esto, Sandra sintió una puerta crujir y unos susurros que procedían de aquel armario de contrachapado. Se levantó y fue descalza, pisando el frío suelo por el que correteaban ratas del tamaño de leones y se acercó a la puerta corrediza y chirriante. La abrió temblando, salió fuera para ver quién había, visualizó una sombra de una mano por cuyas venas sangre no circulaba debido a su extrema frialdad que la sostuvo por el cuello, soltó un grito y salió corriendo.
martes, 6 de abril de 2010
cap.1 Malabares por las calles
Hoy digo, ¿por qué le haría caso? ¿Qué se me pasó por la cabeza en aquel momento?¿Iba con ganas de comerme el mundo, o con ilusión de experiencias nuevas? No lo sé la verdad, sólo sé que fue una locura de la que no me arrepiento.
Por entonces ella vivía en Houston, con su prestigioso y afable novio, Joseph , el dueño de Hardware Crows, dedicado exclusivamente a la creación de nuevos diseños de ordenador más innovadores, rápidos y eficaces. Sandra, por el contrario, no estaba interesada en toda aquella parafernalia. Ella estaba más interesada en los programas, sobretodo de retoque fotográfico, su empresa era una de las más prestigiosas en el mundo, tenía novecientas cincuenta y nueve sedes en toda América, y más de dos millones en todo el mundo.
Tenían un lujoso apartamento en Los Ángeles, y un hijo. Sandra nunca había sido el tipo de mujer preocupada por su futuro. Cuando ella viajó a Houston, sólo buscaba un futuro para su trabajo, que en España no era de los más solicitados, y debido a su éxito, prescindió de un sueldo de quinientos euros en el que otras persona pondría su nombre en sus ediciones. No, ella merecía algo mejor, para algo llevaba quince años en lo suyo.
Y ahí estaba, no viviendo bajo el mismo techo que otro empresario mediocre cualquiera, sino uno de los más prestigiosos de todo Houston. Ella, muchacha atolondrada que pasaba horas ensimismada en sus pensamientos, casi ni atendía a la criatura, su vida acomodada le permitía tener horas y horas de relax.
A pesar de que Joseph opinaba que debía pasar más tiempo en casa, ella ignoraba todo aquello que no tuviera que ver con su trabajo y su pasatiempo, ambas la misma cosa.
El hijo fue llamado Nicolás, por antojo de la madre. Al padre le hubiera gustado un nombre mucho más largo y complicado, para que cuando heredara la gran fortuna de los Anderson, fuera alguien destacado, con un nombre que todos recordaran por el lujo y ambición de la familia. Por supuesto, Sandra no heredaría ni la más roñosa y despreciable moneda, de aquellas que encuentras en la acera de las avenidas y por vagueza ni te agachas a recogerlas. Ese había sido el trato cuando contrayeron matrimonio. Por ello todo el mundo los llamaba novios, parecía que no se hubieran casado, salvo por un papel que certificaba que Sandra había perdido su apellido Martín, por otro de aspecto norteamericano, Anderson. Esa era la razón por la que ambos trabajaban, y por la misma que Sandra despreciaba a su propio hijo.
Visto lo visto, no todo era felicidad, el rostro pálido, demacrado y con ojeras de Sandra denotaba que el futuro que ella hubiese querido no era el actual, que todo por lo que había luchado se desvanecía con cada nueva visita de la familia Anderson y todos sus abogados. Por un momento se le pasó por la cabeza huir de toda aquella fortuna cargada de minas asesinas, pero no, Joseph tenía la sartén por el mango desde hacía dos meses, cuando ella decidió renunciar a su estado de residencia en Estados Unidos, para convertirse en americana.
Sandra tenía una amiga en Navarra. Habían sido compañeras desde el instituto, y en la universidad se convirtieron en uña y carne. Aquella amiga, llamada Sofía, se dedicaba al mundo de la automoción, venta de automóviles en especial, dentro de poco sería ascendida. Había viajado a numerosas capitales europeas de la mano de su novio Pedro. Ambos habían estudiado filología inglesa y hebrea, tenían numerosos conocimientos grecolatinos, y sus premios en estudios clásicos llenaban las estanterías de sus antiguas habitaciones en las casas de sus ancianos padres.
Un día, hablando vía Skype, cierto programa que se utiliza para mantener videollamadas gratuitas con miembros de todo el mundo, decidieron reunirse en Miami y juntarse después de 5 años sin verse las caras.
Sofía tenía unos asuntos sobre una casa en venta que resolver allí, y Sandra quiso reunirse con su amiga de toda la vida para contarle los líos en los que estaba metida, hasta el cuello además, y sin quererlo.
En el momento en el que Sofía bajó de aquel avión, la mente de Sandra se inundó de todos los recuerdos de España, su patria querida, de la que se vio obligada a huir hacía unos años, y a la que nunca jamás podría regresar.
Conversando y conversando convinieron escapar juntas a Las Vegas. Sandra tenía razones, pero ¿y Sofía?
Sofía tenía un gran problema, y es que un grupo de terroristas islamistas a los que engañó para obtener un reportaje que más tarde salió en National Geographic, la tenían amenazada de muerte, y aunque los servicios secretos de los Estados Unidos la protegían, Sofía supo que la habían seguido hasta el restaurante en el que comía con su antigua amiga. Cansada de estar protegida continuamente, decidió huir con ella.
Sí, esa era la solución. Dejarían todo arreglado antes de irse para no levantar sospechas, y luego se irían a pasarlo bien por un tiempo.
Por entonces ella vivía en Houston, con su prestigioso y afable novio, Joseph , el dueño de Hardware Crows, dedicado exclusivamente a la creación de nuevos diseños de ordenador más innovadores, rápidos y eficaces. Sandra, por el contrario, no estaba interesada en toda aquella parafernalia. Ella estaba más interesada en los programas, sobretodo de retoque fotográfico, su empresa era una de las más prestigiosas en el mundo, tenía novecientas cincuenta y nueve sedes en toda América, y más de dos millones en todo el mundo.
Tenían un lujoso apartamento en Los Ángeles, y un hijo. Sandra nunca había sido el tipo de mujer preocupada por su futuro. Cuando ella viajó a Houston, sólo buscaba un futuro para su trabajo, que en España no era de los más solicitados, y debido a su éxito, prescindió de un sueldo de quinientos euros en el que otras persona pondría su nombre en sus ediciones. No, ella merecía algo mejor, para algo llevaba quince años en lo suyo.
Y ahí estaba, no viviendo bajo el mismo techo que otro empresario mediocre cualquiera, sino uno de los más prestigiosos de todo Houston. Ella, muchacha atolondrada que pasaba horas ensimismada en sus pensamientos, casi ni atendía a la criatura, su vida acomodada le permitía tener horas y horas de relax.
A pesar de que Joseph opinaba que debía pasar más tiempo en casa, ella ignoraba todo aquello que no tuviera que ver con su trabajo y su pasatiempo, ambas la misma cosa.
El hijo fue llamado Nicolás, por antojo de la madre. Al padre le hubiera gustado un nombre mucho más largo y complicado, para que cuando heredara la gran fortuna de los Anderson, fuera alguien destacado, con un nombre que todos recordaran por el lujo y ambición de la familia. Por supuesto, Sandra no heredaría ni la más roñosa y despreciable moneda, de aquellas que encuentras en la acera de las avenidas y por vagueza ni te agachas a recogerlas. Ese había sido el trato cuando contrayeron matrimonio. Por ello todo el mundo los llamaba novios, parecía que no se hubieran casado, salvo por un papel que certificaba que Sandra había perdido su apellido Martín, por otro de aspecto norteamericano, Anderson. Esa era la razón por la que ambos trabajaban, y por la misma que Sandra despreciaba a su propio hijo.
Visto lo visto, no todo era felicidad, el rostro pálido, demacrado y con ojeras de Sandra denotaba que el futuro que ella hubiese querido no era el actual, que todo por lo que había luchado se desvanecía con cada nueva visita de la familia Anderson y todos sus abogados. Por un momento se le pasó por la cabeza huir de toda aquella fortuna cargada de minas asesinas, pero no, Joseph tenía la sartén por el mango desde hacía dos meses, cuando ella decidió renunciar a su estado de residencia en Estados Unidos, para convertirse en americana.
Sandra tenía una amiga en Navarra. Habían sido compañeras desde el instituto, y en la universidad se convirtieron en uña y carne. Aquella amiga, llamada Sofía, se dedicaba al mundo de la automoción, venta de automóviles en especial, dentro de poco sería ascendida. Había viajado a numerosas capitales europeas de la mano de su novio Pedro. Ambos habían estudiado filología inglesa y hebrea, tenían numerosos conocimientos grecolatinos, y sus premios en estudios clásicos llenaban las estanterías de sus antiguas habitaciones en las casas de sus ancianos padres.
Un día, hablando vía Skype, cierto programa que se utiliza para mantener videollamadas gratuitas con miembros de todo el mundo, decidieron reunirse en Miami y juntarse después de 5 años sin verse las caras.
Sofía tenía unos asuntos sobre una casa en venta que resolver allí, y Sandra quiso reunirse con su amiga de toda la vida para contarle los líos en los que estaba metida, hasta el cuello además, y sin quererlo.
En el momento en el que Sofía bajó de aquel avión, la mente de Sandra se inundó de todos los recuerdos de España, su patria querida, de la que se vio obligada a huir hacía unos años, y a la que nunca jamás podría regresar.
Conversando y conversando convinieron escapar juntas a Las Vegas. Sandra tenía razones, pero ¿y Sofía?
Sofía tenía un gran problema, y es que un grupo de terroristas islamistas a los que engañó para obtener un reportaje que más tarde salió en National Geographic, la tenían amenazada de muerte, y aunque los servicios secretos de los Estados Unidos la protegían, Sofía supo que la habían seguido hasta el restaurante en el que comía con su antigua amiga. Cansada de estar protegida continuamente, decidió huir con ella.
Sí, esa era la solución. Dejarían todo arreglado antes de irse para no levantar sospechas, y luego se irían a pasarlo bien por un tiempo.
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