''Otra historia para vosotros, y en especial, para mis abuelos, que se sorprenderían de lo que se identifican en ella''.
La primera nieve del invierno trajo a su vida, tan apagada, la luz del recuerdo. Miraba por la ventana mientras recolocaba su moño blanco con unas hermosas peinetas de nácar: la apacible blancura del paisaje se le antojaba perfecta, límpida, como una cama recién hecha con sábanas de hilo cuidadosamente bordadas y planchadas aún con más esmero. Los copos caían lentos, caprichosos, dejándose mecer por el aliento perezoso y negro de las chimeneas.
El fondo verde de los pinos, el cielo preñado, como si quisiera desplomarse sobre los tejados a medio cubrir, las pisadas de las vecinas que habían bajado a por el pan, el ladrido lejano un perro, el viento caprichoso envolviendo las copas de los árboles y aullando tímidamente, como si quisiera escaparse...componían una postal que la trasladaba a otros tiempos más felices, a días sin soledad.
A días de pan y risas, de batallas de bolas de nieve, de niños alborotando la casa, a días de escuela, de gripe con el pequeño, de no parar, de no comer, de remendar, de coser y zurcir, de recoger, de peinar, de cocinar...
A días de compartir. De jugar con sus hijos. De hablar con él. Él, que se había ido hacía ya cinco años, una tibia madrugada de mayo cuando su corazón, cansado de latir, le dijo adiós para siempre en la cama que habían compartido durante más de sesenta años.
Un escalofrío recorrió su espalda y se agarró con fuerza a su toquilla de lana, como si quisiera abrazarse. Miraba...y recordaba las largas noches de invierno. A sus cinco hijos dormidos en las alcobas y ellos acurrucados bajo la colcha de lana que tejió el invierno que estaba encinta de su hijo José Pedro. Y la nieve, implacable, cayendo despaciosa sobre el alféizar de la ventana al amanecer, cuando los primeros rayos de luz se escapaban perezosos entre las nubes cargadas de frío, entre las montañas coronadas de blanco.
Las lágrimas humedecieron unos ojos agotados de tanto mirar. Había vivido más de ochenta veces el mes de enero, pero nunca el frío había calado tanto en su piel.
La leña, ajena a tanta tristeza, ardía alegremente y chispeante en la chimenea. Y, por un instante, albergó en su alma la vana ilusión de verlo sentado junto al fuego, con su cigarrillo impertérrito en la boca, canturreando con uno de los niños que les había dado su amor sentado en sus rodillas. Y rompió a llorar de pena al recordar su maravillosa voz, y sus brazos, tan fuertes, tan poderosos, tan protectores. Sabía que ni hijos ni nietos, aunque aliviaban todo lo que podían su ausencia, podrían tapar su hueco jamás, el enorme vacío que había dejado en su alma.
Y rompió a llorar de nuevo de alegría por todo lo vivido. Era algo que no podía olvidar, algo que no quería olvidar. Estaba francamente satisfecha por haber sentido el amor, la alegría, el trabajo, la familia.
Sentía su corazón cansado de andar un largo camino, pero también reconfortado, pues albergaba la esperanza de que un día, y no demasiado lejano, sus manos se volverían a entrelazar en un abrazo eterno, sin prisas, sin frío, sin final.
1 comentario:
ohhhh...pobreee mujeer...Qee lastimaa...mee acabaas dee recoordar Qee alguun diia ioo estareee asiii...Qee maal...recordando los buenos tiempos...
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