Las razones por las que he decidido escribir un relato como este en primera persona son variadas. La primera, soy una mujer. La segunda, soy consciente de la realidad. He extraído una tercera de la combinación de ambas que no soy capaz de describir. No he escrito un relato como este por ambición lingüística. Esto es un tributo a la explotación sexual y a las mujeres que, día a día, se ahogan en un mar de tristeza y frustración al saber que no saldrán de ella.
Siento que me ahogo y necesito ponerlo por escrito. A veces no puedo ni siquiera pensar, solo cojo mis manos y con ellas desato el nudo que vive en mi garganta. Quiero gritar, pero ni eso se me permite. Estoy aquí, atada a un código de barras que marca el precio de mi libertad, cosa que pago día a día pero nunca tuve. Maldita sea, ojalá nunca hubiera escapado de mi nación de pobreza, al menos allí no tenía que entregarme a mis recaudadores. Mis recaudadores son fríos y despiadados, ellos ni siquiera son como mis deudores, no me acarician ni me llaman guapa, ni siquiera aprecian mi oscura piel llena de cicatrices de la vida rural. A ellos no les importa lo que me ocurra. Vivo asfixiada entre lo que debo y lo que gano, y lo gano no es honroso, pero algún día podré ser libre. Cuando lo haya pagado todo. Llevo un tatuaje en el brazo. Mi padre siempre dijo que los tatuajes eran cosa de marineros y, tal vez, también de maleantes y ex-presidiarios. Pero yo nunca quise desobedecer su voluntad. Él yace feliz en su caja de haya, y yo me entrego a amantes de una noche que rara vez pagan el precio de un falso amor que difícilmente soy capaz de demostrar en tramos de una hora entre sus brazos. ¡Cuánto lo envidio! La guerra llegó a mi país, y con ella el hambre y la destrucción. Yo no quería dejar a mi marido y a mis hijos, pero llegaron aquellos demonios que prometían un trabajo, mi cintura era bonita, y mi pecho iluminaba todo aquello por donde yo caminaba. Ahora no tengo nada. No soy modelo, no soy actriz, no soy nada. No puedo comunicar mi situación, me avergüenza haber vendido mi alma y mi cuerpo, ya no tengo nada que ofrecer. Tampoco puedo guardar dinero de mi vergüenza, pues es el pago de mi desgracia. Maldigo mi existencia, esta no es mi patria, estos hombres no son negros, estos hombres son blancos y cada vez que me tocan, expresan su rabia y misoginia. Tal vez, sus mujeres tampoco les aman, tal vez tampoco las tienen, ni siquiera han nacido de ellas, igual ellas son como yo y a estas alturas, yo ya no soy una mujer, me siento un objeto.