Un tirante se deslizó por el terciopelo de su hombro. Rápido. De repente sólo sentía la respiración del otro en su cuello, ese silbido de aliento que hace que el alma reviva en su propia esencia y se sienta joven, como la esencia de un bebé que en ausencia de fragancia artificial alguna, inspira delicadeza por doquier.
Y como si fuera algo simultáneo y provocado por el deseo, posó sus carnosos labios en la textura de los de su compañero, los cuales encontró agradables al gusto y al tacto y quiso mantener unidos cual si fuera materia indivisible. En ese momento parpadeó. En sus ojos se hallaban las legañas restantes de haber dormido largo rato. Sin embargo, había sentido todo aquello que había sucedido en su piel, es más, lo había sentido tan real, que le costó distinguir en su propio amanecer si había sido soñado o era su fiel amigo el que le había proporcionado toda esa serie de sensaciones. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su cabeza se hallaba sobre el regazo de su compañero, de aquel que había sabido concederle todos sus deseos, y la había hecho sentir cual si fuera princesa de cuento de hadas. Él le acariciaba los rubios cabellos, y mientras ensortijaba uno de ellos entre su dedo índice y su dedo anular, le dio los buenos días de la mejor forma posible. Ambos se hallaban bajo una ligera sábana de seda. Al mirarlo, las comisuras de sus labios se curvaron formando una ligera arruga. Le sonreía como si fuese lo único en lo que se pudiera pensar en aquel momento.
La brisa acariciaba sus piernas desnudas, que se vislumbraban a través de la sábana. Él se desvivía en besarla en la frente y en los labios, en una comisura y en la otra, en una mejilla y su contraria, aquí y allá...Mientras tanto, ella observaba, con el rostro lleno de calma y serenidad, la multiplicidad de colores que se hallaban en los ojos de su amado.Primero percibía la pupila, de un azabache intenso, luego un marrón no demasiado fuerte. Después, ya mirando de forma algo más lejana, y como si fuese lo lógico al ver sus ojos glaucos, ese verde que no era capaz de describir, sabiendo que iba seguido de una fina línea perfiladora del mismo, en un tono grisáceo que separaba aquella banda tricolor del blanco de sus ojos.
Siempre que se sentaba a su lado, con intención de estar un rato a solas con él, lo miraba fijamente y se sonreía. El otro, hacía lo propio, pero con una sonrisa que apenas le cabía en el rostro. Era entonces cuando, traviesa ella, le preguntaba mordisqueándose un labio que que pasaba. Solía él seguir sonriendo o bien responderla preguntarlo si había de ocurrir algo. Ella respondía negativamente, volvía a sonreír y lo besaba, suavemente, de forma que ambos podían sentir la textura de sus labios, las comisuras, la línea de los mismos, las arrugas que se formaban en ellos y los mordían, a veces fuertemente, otros de una forma más delicada. Ella quiso incorporarse para posarlos una vez más sobre los de aquel que ella amaba con locura, sin embargo, fue él quien la sostuvo para que no hubiese de levantarse. Permanecieron abrazados el uno al otro un rato más, y apuraron hasta el último minuto en cuanto que dependía de no verse en unos días. ¿Volverás? –preguntó ella. Volveré –respondió él-, yo siempre vuelvo, y si es a tus brazos, sin darse lugar a elección. Lo haré irremediablemente, porque eres tú lo que siempre me hace regresar, regreso a ti porque eres tú, tú eres ese lugar lugar en el que me siento protegido, protegido de todo y de todos. Pero vivimos en ese todo y sin embargo es en ese todo que es el colmo de la nada, el todo que se basta y que es servicio de lo que todavía es ambición. Sin embargo, yo a tu lado estaré y tú a mi lado estarás, porque no podía ser de otra manera, porque no existen casualidades en la vida, al igual que un número no es algo contradecible, es porque ha de ser. ¿Qué número es ese que nos define a nosotros? –se interesó ella. Ese número ha de ser el siete, indudablemente – respondió él. No podría ser otro porque tiene la forma, la misma forma que tenemos nosotros mismos. Párate a pensarlo, imagina su forma, la cabeza alargada, y luego el cuerpo de ese mismo número que permanece perpendicular a la cabeza. Así somos nosotros, dos partes que permanecen perpendiculares entre sí, algo indivisible, como la fuerza de las olas que bañan una orilla y dejan su huella en la misma, advirtiéndola de su regreso. Es lo mismo que hago yo, me mantengo perpendicular a ti, y dejo en el segmento que representas, la huella indudable de que siempre estaré a tu lado. Fue entonces cuando él se dispuso a marchar, se despidió de ella con un suave beso en los labios, en los cuales quedaba la huella esperanzadora de que se volverían a ver porque eran perpendiculares entre sí. Desde el momento en que él abandonó la puerta de su hogar, ella supo que esa perpendicular siempre le pertenecería, y sonrió, sonrió porque ya sabía de su regreso, mucho antes de su partida.