De haber transcurrido siglos atrás, su historia de amor bien podría haber sido como la de Tristán e Iseo. Pero no, su romance transcurría en pleno siglo XXI, con las redes sociales como testigo y los sms como forma más usada para 'tirar' de romanticismo y faltas de ortografía, quizá un frasco de tinta de calamar, una pluma de lechuza y un pergamino hubiesen dado mejor resultado. Giovanni tenía 20 años, repetía curso por segunda vez y era un desastre andante. Isabella, dos años menor que él, era inteligente y una estudiante absolutamente ejemplar.
En el comienzo de clases, Giovanni bromeó con sus camaradas del anterior curso y se mofó de los ''enanos'', hasta que reparó en ella, a quinta hora, en literatura universal. Antonio, un profesor de esos a los que se les acaba cogiendo cariño, les pidió que, para abrir boca antes de empezar con los temas, hablaran de la poesía, su significado más objetivo, y el correspondiente dentro de la subjetividad de cada alumno. De lo que les inspiraba aquel género literario. Y les apremió a memorizar poemas de amor, observando divertido ''No hay chica que se resista a eso''. Todos callaron cual si fueran mudos, salvo alguno que se atrevió a desembuchar alguna barbaridad o recitar un pareado soez. Cuando Antonio tuvo controlado el burullo armado a causa de la poesía romántica, el mismo le pidió a Isabella que introdujese brevemente a su poeta favorito. Rezumando timidez desde un principio, Isabella supo ganarse la atención y el respeto de todos al hablarles de Góngora, de su vida sin cauce, de sus desbordadas discusiones con otros autores de la época, de su triste fin, tan triste como su propio comienzo...
Cuando quiso tomar conciencia, Giovanni la observaba embobado. Lo envolvía la vehemencia de su palabra, el dulce aroma de su respiración al pronunciar cada palabra, incluso los curvamientos de las comisuras de sus labios al narrar, su rebelde cabellera rubia fragante de champú, sus gestos al mover las manos...
Siendo, como era, uno de los ''gallos'' del corral, Giovanni no podía permitirse esa debilidad por ''la lista'' de la clase. Siendo, como era, una alumna ejemplar, la hija perfecta que cualquier padre envidiaría, Isabella no podía permitirse volverse loca por ningún milímetro de piel de aquel fracaso humano que jugaba al baloncesto como nadie. Pero los caminos del amor son inescrutables. Y a esa edad todo lo puede. Escondidos de padres, amigos y profesores, Giovanni e Isabella derrocharon poesía fluida en cada beso, visual en cada mirada e hicieron de compartir una palmera de chocolate todo un soneto.
Aparte del baloncesto, Giovanni ocultaba celosamente otro de sus talentos: la interpretación. Hasta que este año, para sorpresa de todos, se apuntó a la función de fin de curso, que se escenaría en el acto de graduación. Iba a interpretar a César, magistralmente dirigido por Antonio, el profesor al que no consiguieron engañar.
El salón de actos del instituto era un hervidero: padres, madres, abuelos, profesores. Y en el escenario, se erigía, grandioso y elocuente, César arropado por la toga. Al acecho, Bruto, al que César no dio opción. Harto de todo, harto de esconderse, de fingir que era ''el chungo'' cuando en realidad era un cándido enamorado, César dejó de ser emperador y pasó a ser Giovanni, todo un caballero, que recitó a su dama el soneto V de Garcilaso: ''Por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir, y por vos muero. Para tí, Isabella. Lo siento''.
Pero era mentira. No lo sentía. Estaba más feliz que nunca, como su dulce enamorada, que se liberó del yugo de su timidez y prorrompió en lágrimas saltando a trompicones al escenario a besarlo. El auditorio se hizo eco de una gran ovación. Antonio, emocionado, rompió a llorar. Ese curso, al fin, había conseguido algo.