martes, 24 de julio de 2012

La séptima perpendicular


Un tirante se deslizó por el terciopelo de su hombro. Rápido. De repente sólo sentía la respiración del otro en su cuello, ese silbido de aliento que hace que el alma reviva en su propia esencia y se sienta joven, como la esencia de un bebé que en ausencia de fragancia artificial alguna, inspira delicadeza por doquier.
Y como si fuera algo simultáneo y provocado por el deseo, posó sus carnosos labios en la textura de los de su compañero, los cuales encontró agradables al gusto y al tacto y quiso mantener unidos cual si fuera materia indivisible. En ese momento parpadeó. En sus ojos se hallaban las legañas restantes de haber dormido largo rato. Sin embargo, había sentido todo aquello que había sucedido en su piel, es más, lo había sentido tan real, que le costó distinguir en su propio amanecer si había sido soñado o era su fiel amigo el que le había proporcionado toda esa serie de sensaciones. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su cabeza se hallaba sobre el regazo de su compañero, de aquel que había sabido concederle todos sus deseos, y la había hecho sentir cual si fuera princesa de cuento de hadas. Él le acariciaba los rubios cabellos, y mientras ensortijaba uno de ellos entre su dedo índice y su dedo anular, le dio los buenos días de la mejor forma posible. Ambos se hallaban bajo una ligera sábana de seda. Al mirarlo, las comisuras de sus labios se curvaron formando una ligera arruga. Le sonreía como si fuese lo único en lo que se pudiera pensar en aquel momento.
La brisa acariciaba sus piernas desnudas, que se vislumbraban a través de la sábana. Él se desvivía en besarla en la frente y en los labios, en una comisura y en la otra, en una mejilla y su contraria, aquí y allá...Mientras tanto, ella observaba, con el rostro lleno de calma y serenidad, la multiplicidad de colores que se hallaban en los ojos de su amado.Primero percibía la pupila, de un azabache intenso, luego un marrón no demasiado fuerte. Después, ya mirando de forma algo más lejana, y como si fuese lo lógico al ver sus ojos glaucos, ese verde que no era capaz de describir, sabiendo que iba seguido de una fina línea perfiladora del mismo, en un tono grisáceo que separaba aquella banda tricolor del blanco de sus ojos.
Siempre que se sentaba a su lado, con intención de estar un rato a solas con él, lo miraba fijamente y se sonreía. El otro, hacía lo propio, pero con una sonrisa que apenas le cabía en el rostro. Era entonces cuando, traviesa ella, le preguntaba mordisqueándose un labio que que pasaba. Solía él seguir sonriendo o bien responderla preguntarlo si había de ocurrir algo. Ella respondía negativamente, volvía a sonreír y lo besaba, suavemente, de forma que ambos podían sentir la textura de sus labios, las comisuras, la línea de los mismos, las arrugas que se formaban en ellos y los mordían, a veces fuertemente, otros de una forma más delicada. Ella quiso incorporarse para posarlos una vez más sobre los de aquel que ella amaba con locura, sin embargo, fue él quien la sostuvo para que no hubiese de levantarse. Permanecieron abrazados el uno al otro un rato más, y apuraron hasta el último minuto en cuanto que dependía de no verse en unos días. ¿Volverás? –preguntó ella. Volveré –respondió él-, yo siempre vuelvo, y si es a tus brazos, sin darse lugar a elección. Lo haré irremediablemente, porque eres tú lo que siempre me hace regresar, regreso a ti porque eres tú, tú eres ese lugar lugar en el que me siento protegido, protegido de todo y de todos. Pero vivimos en ese todo y sin embargo es en ese todo que es el colmo de la nada, el todo que se basta y que es servicio de lo que todavía es ambición. Sin embargo, yo a tu lado estaré y tú a mi lado estarás, porque no podía ser de otra manera, porque no existen casualidades en la vida, al igual que un número no es algo contradecible, es porque ha de ser. ¿Qué número es ese que nos define a nosotros? –se interesó ella. Ese número ha de ser el siete, indudablemente – respondió él. No podría ser otro porque tiene la forma, la misma forma que tenemos nosotros mismos. Párate a pensarlo, imagina su forma, la cabeza alargada, y luego el cuerpo de ese mismo número que permanece perpendicular a la cabeza. Así somos nosotros, dos partes que permanecen perpendiculares entre sí, algo indivisible, como la fuerza de las olas que bañan una orilla y dejan su huella en la misma, advirtiéndola de su regreso. Es lo mismo que hago yo, me mantengo perpendicular a ti, y dejo en el segmento que representas, la huella indudable de que siempre estaré a tu lado. Fue entonces cuando él se dispuso a marchar, se despidió de ella con un suave beso en los labios, en los cuales quedaba la huella esperanzadora de que se volverían a ver porque eran perpendiculares entre sí. Desde el momento en que él abandonó la puerta de su hogar, ella supo que esa perpendicular siempre le pertenecería, y sonrió, sonrió porque ya sabía de su regreso, mucho antes de su partida.

lunes, 11 de junio de 2012

Una espinita, o dos

Ángela y Óscar llevaban unos días recorriendo la costa, disfrutando de sus vacaciones. A los dos les gusta la buena vida, así que no se privan de nada. Los mejores hoteles y restaurantes para saborear las magníficas y deliciosas comidas y los buenos vinos de la región. Todo para, cuando no quedara más remedio, o dinero que derrochar, según se mire, volver a casa completamente satisfechos.
Esa hora fatal de la vuelta empezaba a acercarse. Para la última noche decidieron homenajearse en un local nuevo del que habían traído excelentes referencias.
Amigos muy entendidos en esto de la gastronomía les recomendaron la visita pero no sin avisarles antes, eso sí, de que el chef del lugar tenía sus... rarezas. Más estimulados  por las bondades que precavidos por las extravagancias, Ángela y Óscar reservaron una mesa para su última cena. 
El ambiente y la amabilidad del camarero les hicieron olvidar los escasos temores que les quedaban. Una sombra de los mismos volvió cuando acudieron portando la carta en sus manos. Para desgracia de Ángela, todos los platos, todos, tenían como base la trucha que ella odiaba. Sólo después de un rato de sofoco vio que, al final de la carta, una milagrosa referencia indicaba 'Pescado al horno'. Más tranquilos ya, pidieron ese pescado al horno y Óscar ordenó que le trajeron lo que al chef le viniera en gana. Se ponía en sus manos. 
Después de los magníficos entrantes apareció el mismo chef, dicharachero, risueño y pizpireto, para presentarles sus platos principales. Explicó con todo lujo de detalles el suyo a Óscar, al cual se le hacía la boca agua. El problema llegó cuando con el mismo espíritu relató la explicación, propiamente, del 'Pescado al horno' de Ángela. El pescado era ¡otra trucha!
Ángela se negó a comérsela porque no podía con ellas. Por eso había pedido ese pescado indeterminado. El chef, un poco exaltado, quizo imponérsela porque no era como todas las demás. Era su trucha, y él era un artista, así que no podía, de modo alguno, negarse a probarla.
La discusión subió gradualmente de tono pero, cuando de verdad se preocuparon, fue cuando el chef se metió a la cocina y salió, completamente enfurecido blandiendo un enorme cuchillo, perfectamente afilado, en el cual, si uno se paraba a observar sus grandes dientes tan cercanos al mango, sentía un desgarro de tejidos en su propio cuerpo tan sólo con mirarlo. Los rostros de Ángela y Óscar eran prácticamente indescriptibles, en ellos se percibía un color cetrino que reflejaba el horror. Ella, mujer de carácter, seguía en sus trece.
Pasó por este lugar que relato, una patrulla de policía que, alertada por el escándalo, intervino en acto de servicio. Al encontrarse el percal, los agentes decidieron que la trifulca, iniciada en el establecimiento, se resolvería en la comisaría. Llamémoslo suerte o llamemoslo absurda burocracia, el caso es que no había juez de guardia. Una vez iniciadas las diligencias, no podían dejar salir a ningún implicado. La última noche de vacaciones de Ángela y Óscar transcurrió en el calabozo de la gendarmería, sumándose a la desastrosa situación un hambre de campeonato.
Eso sí, llegaron a tiempo de la hora de la cena. A Óscar, más calmado ya, su cena le supo a gloria después del altercado. Ángela, por el contrario, se quería morir. Por mucho que gritó nadie le hizo caso. Al día siguiente, antes de soltarles sin cargos, el juez les impuso cien euros de multa por desacato a la autoridad y en pago para quienes limpiaran de la celda el cadáver destrozado de la trucha que le sirvieron.

sábado, 7 de abril de 2012

Siendo, como era.

De haber transcurrido siglos atrás, su historia de amor bien podría haber sido como la de Tristán e Iseo. Pero no, su romance transcurría en pleno siglo XXI, con las redes sociales como testigo y los sms como forma más usada para 'tirar' de romanticismo y faltas de ortografía, quizá un frasco de tinta de calamar, una pluma de lechuza y un pergamino hubiesen dado mejor resultado. Giovanni tenía 20 años, repetía curso por segunda vez y era un desastre andante. Isabella, dos años menor que él, era inteligente y una estudiante absolutamente ejemplar.
En el comienzo de clases, Giovanni bromeó con sus camaradas del anterior curso y se mofó de los ''enanos'', hasta que reparó en ella, a quinta hora, en literatura universal. Antonio, un profesor de esos a los que se les acaba cogiendo cariño, les pidió que, para abrir boca antes de empezar con los temas, hablaran de la poesía, su significado más objetivo, y el correspondiente dentro de la subjetividad de cada alumno. De lo que les inspiraba aquel género literario. Y les apremió a memorizar poemas de amor, observando divertido ''No hay chica que se resista a eso''. Todos callaron cual si fueran mudos, salvo alguno que se atrevió a desembuchar alguna barbaridad o recitar un pareado soez. Cuando Antonio tuvo controlado el burullo armado a causa de la poesía romántica, el mismo le pidió a Isabella que introdujese brevemente a su poeta favorito. Rezumando timidez desde un principio, Isabella supo ganarse la atención y el respeto de todos al hablarles de Góngora, de su vida sin cauce, de sus desbordadas discusiones con otros autores de la época, de su triste fin, tan triste como su propio comienzo...
Cuando quiso tomar conciencia, Giovanni la observaba embobado. Lo envolvía la vehemencia de su palabra, el dulce aroma de su respiración al pronunciar cada palabra, incluso los curvamientos de las comisuras de sus labios al narrar, su rebelde cabellera rubia fragante de champú, sus gestos al mover las manos...
Siendo, como era, uno de los ''gallos'' del corral, Giovanni no podía permitirse esa debilidad por ''la lista'' de la clase. Siendo, como era, una alumna ejemplar, la hija perfecta que cualquier padre envidiaría, Isabella no podía permitirse volverse loca por ningún milímetro de piel de aquel fracaso humano que jugaba al baloncesto como nadie. Pero los caminos del amor son inescrutables. Y a esa edad todo lo puede. Escondidos de padres, amigos y profesores, Giovanni e Isabella derrocharon poesía fluida en cada beso, visual en cada mirada e hicieron de compartir una palmera de chocolate todo un soneto.
Aparte del baloncesto, Giovanni ocultaba celosamente otro de sus talentos: la interpretación. Hasta que este año, para sorpresa de todos, se apuntó a la función de fin de curso, que se escenaría en el acto de graduación. Iba a interpretar a César, magistralmente dirigido por Antonio, el profesor al que no consiguieron engañar.
El salón de actos del instituto era un hervidero: padres, madres, abuelos, profesores. Y en el escenario, se erigía, grandioso y elocuente, César arropado por la toga. Al acecho, Bruto, al que César no dio opción. Harto de todo, harto de esconderse, de fingir que era ''el chungo'' cuando en realidad era un cándido enamorado, César dejó de ser emperador y pasó a ser Giovanni, todo un caballero, que recitó a su dama el soneto V de Garcilaso: ''Por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir, y por vos muero. Para tí, Isabella. Lo siento''.
Pero era mentira. No lo sentía. Estaba más feliz que nunca, como su dulce enamorada, que se liberó del yugo de su timidez y prorrompió en lágrimas saltando a trompicones al escenario a besarlo. El auditorio se hizo eco  de una gran ovación. Antonio, emocionado, rompió a llorar. Ese curso, al fin, había conseguido algo.

martes, 7 de febrero de 2012

Pase por recepción

Emma nunca imaginó que la vida podía traerle aquel regalo. Hasta que llegó él, todo era para ella gris, como las paredes del edificio en el que trabajaba de recepcionista, como su uniforme. Su jornada laboral era una llamada tras otra, coger recados, dejarlos, decir ''le paso'', ''un momentito, por favor'', ''ahora mismo está comunicando''... Miraba a su alrededor, y más allá de su mesa sólo estaba Jacinto, una especie de mozo de los recados que de mozo no tenía nada (rozaba los 64 y soñaba con la jubilación) y Samuel -que no paraba de cortejarla- y Darío, los guardias de seguridad.
Ella estaba junto a uno y otro dependiendo de sus turnos, y ya estaba cansada de fútbol -Samuel era un forofo-, de los hijos de Darío -Darío era uno de esos hombres que piensan que en el muno no hay más niños que los suyos- y de los crucigramas de Jacinto. Y así un día tras otro. Sólo rutinas y más rutinas que la hundían en el más pegajoso y achocolatado fango y que le impedían ver más allá de los bordes de sus gafas de pasta de farmacia. Pero la afición extrema de Samuel al fútbol le dio resultado. Siete exactamente: le tocó la quiniela. No se supo más de él.
En su lugar llegó Bernardo. Y aquí es donde la vida de Emma empezó a cambiar. ¡Ay, Bernardo!, suspiraba la dulce Emma tras el pinganillo. Lo miraba y no paraba de pensar: ''Menos mal que rechacé a Samuel, con esa barriga... Siempre con el fútbol. Siempre tan superficial. Siempre tan ''no me importa, pero que tu falda cada día más corta. Siempre tan ''Emma, si estuvieras conmigo no tendrías ni que trabajar''. Mira en cambio Bernardo. Tan atlético, tan bien ''plantao''. Voy a ser la envidia del barrio cuando lo lleve. ¡Ay!.
Emma se derretía con él, no sabía cómo maquillarse, cómo peinarse ni cuánto más podía subirse la falda o bajarse el escote. ''Bueno, podemos quedar a comer el sábado -dijo un día Bernardo-, pero no te emociones. Mi estancia aquí es temporal. Estoy haciendo mis pinitos como modelo y pronto me iré a Londres''... Y Emma, enamorada, fantaseaba con la idea de irse con él, de amarlo y besarlo y comtemplarlo cual Apolo, Adonis o lo que fuera. Pero no era sólo su físico lo que la enamoraba, sino aquella mirada tan profunda de él al decir la más insignificante cosa, al pronunciar buenos días y observar ensimismada como las comisuras de sus labios se curvaban, y se imaginaba como sería su tacto al darle un beso.
Y así transcurrían los días: ella lo miraba, él sonreía y a veces hasta se burlaba. Hasta que un día Bernardo no fue a trabajar. No, no estaba en Londres, estaba despedido.
A Emma el mundo se le cayó encima. Le llamó, le escribió, pero él jamás contestó. Y el tiempo, que todo lo cura, vino a traerle a Emma un novio en forma de conductor del autobús que cogía todas las mañanas y que la hacía feliz: no era ni guapo ni feo, ni listo ni tonto. Pero era simpático y honesto. Y la hacía reír. Un día saliendo con él del cine, alguien la sorprendió cogiéndola por la cintura. Emma se sobresaltó. Y más aún al reconocer a la persona que se escondía bajo aquel uniforme marrón. Le costó un par de minutos, pero su escandalosa risa lo delató: era Bernardo. Sólo era un año más viejo, pero parecía diez y ya pesaba unos veinte kilos más. Y es que no existe propiedad más volátil ni efímera que la belleza.
Su petulancia se había convertido en resignación, eso sí, encubierta: ''Al final lo de modelo...no sé, me parecía muy esclavo, así que elegí otra profesión más...tranquila, no sé. Me va bien''.
Y sonrió para ocultar su tristeza. Emma también sonrió: para despedirse y dar gracias a la vida por haberle quitado a ese niñato de su camino. Abrazó a su chico con fuerza y le besó cual si fuera su primera vez y pudo sentir aquella pasión que sólo se siente en los brazos de aquel al que se quiere. Se marchó caminando más feliz y segura que nunca.