domingo, 20 de abril de 2014

El reloj azul marino

Me levanté en medio de la noche. Agarré mi reloj de pulsera, regalo de aquel único amor hasta la fecha, al que celosamente había respetado a pesar de las circunstancias de lejanía. Este reloj era de color azul marino, estaba abrochado en el tercer orificio, cosa fácilmente imaginable debido a la estrechez de mis muñecas y a lo dilatado de aquel orificio del que hablo. Con un enérgico movimiento me encaminé, pasillo lúgubre por delante, hacia la cocina. Había que doblar un par de esquinas, y en cada de ellas me enfrentaba a un pensamiento. Dispuse mis oídos a la conversación que tenía lugar en una de las estancias de la casa limítrofe con aquella en la que yo residía. Mi vecino, que no solía dar muchos escándalos nocturnos, se hallaba en medio de una acalorada discusión literaria y cinematográfica sobre diversos autores, productores y directores. Eran las cuatro de la mañana, y al día siguiente pensaba entregarme a la redacción de algo respetable, un ensayo, un ensayo en el que exploraría la criminalidad y las actividades ilegales, y su relación con los héroes y villanos (que podían residir perfectamente dentro de la mente de una única persona) en la ilustrísima obra de Charles Dickens, Grandes Esperanzas. Dispersa como estaba entre tanta nube en mi pensamiento, y recordando lo que sabía de aquel día diecinueve de abril, entre en la cocina, tomé una botella de agua del tiempo y regresé a mi cuarto, aún absorta en aquella marabunta de pesares y asuntos ajenos.