lunes, 11 de junio de 2012

Una espinita, o dos

Ángela y Óscar llevaban unos días recorriendo la costa, disfrutando de sus vacaciones. A los dos les gusta la buena vida, así que no se privan de nada. Los mejores hoteles y restaurantes para saborear las magníficas y deliciosas comidas y los buenos vinos de la región. Todo para, cuando no quedara más remedio, o dinero que derrochar, según se mire, volver a casa completamente satisfechos.
Esa hora fatal de la vuelta empezaba a acercarse. Para la última noche decidieron homenajearse en un local nuevo del que habían traído excelentes referencias.
Amigos muy entendidos en esto de la gastronomía les recomendaron la visita pero no sin avisarles antes, eso sí, de que el chef del lugar tenía sus... rarezas. Más estimulados  por las bondades que precavidos por las extravagancias, Ángela y Óscar reservaron una mesa para su última cena. 
El ambiente y la amabilidad del camarero les hicieron olvidar los escasos temores que les quedaban. Una sombra de los mismos volvió cuando acudieron portando la carta en sus manos. Para desgracia de Ángela, todos los platos, todos, tenían como base la trucha que ella odiaba. Sólo después de un rato de sofoco vio que, al final de la carta, una milagrosa referencia indicaba 'Pescado al horno'. Más tranquilos ya, pidieron ese pescado al horno y Óscar ordenó que le trajeron lo que al chef le viniera en gana. Se ponía en sus manos. 
Después de los magníficos entrantes apareció el mismo chef, dicharachero, risueño y pizpireto, para presentarles sus platos principales. Explicó con todo lujo de detalles el suyo a Óscar, al cual se le hacía la boca agua. El problema llegó cuando con el mismo espíritu relató la explicación, propiamente, del 'Pescado al horno' de Ángela. El pescado era ¡otra trucha!
Ángela se negó a comérsela porque no podía con ellas. Por eso había pedido ese pescado indeterminado. El chef, un poco exaltado, quizo imponérsela porque no era como todas las demás. Era su trucha, y él era un artista, así que no podía, de modo alguno, negarse a probarla.
La discusión subió gradualmente de tono pero, cuando de verdad se preocuparon, fue cuando el chef se metió a la cocina y salió, completamente enfurecido blandiendo un enorme cuchillo, perfectamente afilado, en el cual, si uno se paraba a observar sus grandes dientes tan cercanos al mango, sentía un desgarro de tejidos en su propio cuerpo tan sólo con mirarlo. Los rostros de Ángela y Óscar eran prácticamente indescriptibles, en ellos se percibía un color cetrino que reflejaba el horror. Ella, mujer de carácter, seguía en sus trece.
Pasó por este lugar que relato, una patrulla de policía que, alertada por el escándalo, intervino en acto de servicio. Al encontrarse el percal, los agentes decidieron que la trifulca, iniciada en el establecimiento, se resolvería en la comisaría. Llamémoslo suerte o llamemoslo absurda burocracia, el caso es que no había juez de guardia. Una vez iniciadas las diligencias, no podían dejar salir a ningún implicado. La última noche de vacaciones de Ángela y Óscar transcurrió en el calabozo de la gendarmería, sumándose a la desastrosa situación un hambre de campeonato.
Eso sí, llegaron a tiempo de la hora de la cena. A Óscar, más calmado ya, su cena le supo a gloria después del altercado. Ángela, por el contrario, se quería morir. Por mucho que gritó nadie le hizo caso. Al día siguiente, antes de soltarles sin cargos, el juez les impuso cien euros de multa por desacato a la autoridad y en pago para quienes limpiaran de la celda el cadáver destrozado de la trucha que le sirvieron.