domingo, 28 de febrero de 2010

Tán solo una mirada

''Antes que nada quisiera decir que esto no esta basado en mí misma, sino que se trata de un desafío para conseguir cualquier cosa que me proponga''

Qué fácil parecía al principio, cuando todavía existía un estrecho lazo en el abismo existente entre el amor y la lujuria. Antes, cuando todavía vivíamos en Valladolid. El día que mi padre me dijo que nos tendríamos que mudar, me tumbé sobre mi cama y lloré todo lo que no había llorado en los dieciseis años de vida que tenía.
Todos mis recuerdos habitaban en aquella ciudad apartada de la capital, y junto con mis recuerdos estaba el amor de mi vida. Sí, es cierto, con dieciseis años eres incapaz de saber cuál es el amor de tu vida, y si volverás a enamorarte, pero era una de las pocas personas capaces de sacarme una sonrisa cuando más hundida estaba, y en este momento verle y escucharle sólo me haría llorar más. Intenté renegociar la mudanza con mi padre, pero nada de eso sirvió para hacerle replantearse el cambio de vivienda.
Cuando les expliqué a mis amigas que habían despedido a mi padre de la carpintería en la que trabajaba, me dijeron que no me preocupara que se arreglaría, pero él ya había decidido cambiar de ciudad para encontrar empleo.
Cuando me despedí de ellas para montar en el coche, rompí a llorar con toda la fuerza de mi alma, pero cuando Sergio me dio el último beso frío de sus labios, pensé que se me rompía el alma en pedazos, quise creer que todo era un sueño, que aquel cálido abrazo suyo nunca acabaría, que nos quedaríamos así, unidos para siempre.
Al fin, tuvo que venir mi madre a separarnos, el lo comprendió y me soltó, pero yo no quise y me agarré a su cintura, y cuando se alejó, yací tirada en el suelo, de forma patética y deprimente, hasta que se me pasó el sofoco y pude tenerme en pie.
Monté al coche definitivamente, puse mala cara, y me enfadé con el mundo, no hablé con nadie durante el viaje, ni contesté llamadas, nada...solo un incómodo silencio por la carretera que nos llevaba camino de Madrid.
Bajamos del coche y buscamos rápidamente una pensión. Aquellos primeros días me resultaron difíciles, pero poco a poco fui asimilando que nunca jamás recuperaría aquellos lazos tan estrechos con los vallisoletanos, nunca jamás volvería a ver a su gente, y menos a Sergio, seguro que a estas alturas, llevando dos meses en Madrid se habría olvidado de mí para siempre, como yo pensaba olvidar aquellas noches en el suelo de su cocina, dándonos mutuamente todo lo que teníamos, casi rompiendo el suelo, y con la vecina del quinto llamándome pervertida y desvergonzada todas las mañanas porque oía nuestros gritos y golpes al entregarnos el uno al otro, la típica mujer que opinaba que debía reservarme para el hombre con el que me fuera a casar, y yo no tenía a nadie para reservarme, yo le entregaba mi cuerpo a la persona a la que amaba, y ambos disfrutábamos el uno del otro
Pronto me inscribieron en un nuevo instituto, conocí gente y empecé a relacionarme. Resultaba extraño la forma en la que te acogen los madrileños, parecía más hogareño el ambiente de Valladolid, pero en Madrid había más variedad, estaban los grupos de siempre, unas cuantas amigas con ganas de divertirse que pasaban de todo, y luego las típicas pijas que sólo se preocupaban de sus amadas uñas postizas y llevar un modelito diferente cada día a clase, para destacar. Otros destacaban por las pintas que llevaban, vestidos seguramente con lo que pillaban más a mano por las mañanas a última hora, cinco minutos antes de asistir a la primera clase. Y quizá algunos vestían como queriendo destacar, pero flipandose ante la gente.
Mi vestimenta era sencilla, siempre llevaba un chándal de marca, seguramente siempre eran de Adidas o Nike, y botines de deporte, un tupé en la cabeza, y un prominente escote. A todos se les iban los ojos cuando me veían. Bastantes se interesaron en mí cuando llegué, una pueblerina destacando entre las de ciudad, !vaya novedad¡ Y pronto empezaron las envidias y los conflictos. Una tal Cristina, me acusó de ser la culpable de la distracción de su novio, cuando yo ''todavía'' no le había puesto un dedo encima.
Y cuando conseguí una amiga de verdad, que por cierto se llamaba Amanda, nos apuntamos a un gimnasio para ponernos en forma todas las tardes. Íbamos de siete a nueve, justo acabábamos cuando se cerraba, teníamos poco tiempo para ducharnos y salir. El monitor del gimnasio fue muy amable conmigo desde el primer momento, se ofreció a quedarse conmigo media hora más todos los días para enseñarme nuevos ejercicios. Un día haciendo un ejercicio de bastante complejidad, recibí un tirón muscular en la zona tibial, y rápido corrió Edgar a socorrerme. Cuidadosamente me sostuvo la pierna y me masajeó la zona mientras me miraba cariñosamente a los ojos. Yo pensé en Sergio, pero no sentía lo mismo que antes, ¿significaba aquello que lo había olvidado? De repente, sin saber muy bien por qué, puse una mano en la cintura de Edgar, me acerqué suavemente y le mordí una oreja. Se fue acercando a mí, ya sentía su cálido y humedo aliento en mi tímido cuello que se retraía debido a un sentimiento de pesar que albergaba en mi interior. Se llegó a posar casi completamente encima mía, entonces me reprimí y le dije que tenía que irme, que me corría prisa ducharme. !Uff, menos mal¡, pensé mientras me desnudaba y entraba a una de las duchas de los baños de aquel gimnasio. Dejé que el agua caliente empapara mis rubios cabellos, saqué el jabón de mi neceser, y me enjaboné completamente. Miré mis pechos desnudos, todavía brillaba la juventud en ellos. Salí completamente empapada de la ducha, buscando algo parecido a una toalla, con lo cual secar mi cuerpo despojado de ropa. Cuando encontré mi albornoz, que estaba detrás de la puerta, apareció Edgar.
Enrojecí de repente, él se encontraba con el torso desnudo, a menos de tres metros del mío, me miraba con ojos de depredador. Enseguida me dí cuenta de que la presa de aquel depredador era yo, y, por supuesto, no pensaba resistirme, esta vez no. Se fue acercando a mí, yo chorreaba agua por todos los poros de mi cuerpo, me sostuvo por la cintura, y con sus frías manos fue bajando hasta tocar mi pelvis. Mi corazón latía fuertemente, me mordí un labio, él se dio cuenta de ese gesto tan provocativo, y fue entonces cuando decidió ir a por todas. Encendí la ducha de nuevo, el se despojó de sus vestiduras y me demostró con fuerza lo que valía un hombre de verdad. Lentamente fue atreviéndose a más y más. Llegó un momento en que el sofoco nos impidió continuar y le dije que parara. Solamente me mencionó una cosa: ''Ahora sabes la diferencia entre la lujuria y el amor'' Muchas más veces nos vimos en encuentros similares, y seguí acudiendo al gimnasio de siete a nueve, como todos los días, cuando Amanda marchaba a casa, y el gimnasio estaba vacío, él y yo gozábamos en aquella ducha, y aquello fue lo que me impulsó a encontrar otra forma diferente de amar, la lujuria no es amor, pero nosotros nos amábamos lujuriosamente.
Al fin un día, después de tantos encuentros amorosos, me decidí a hablar directamente con él. Lo que yo le pregunté sólo él lo sabe, y desde entonces tenemos muchos más lugares donde poder entregarnos al placer que nos unía por igual.

jueves, 25 de febrero de 2010

Negocios de otro mundo

Se vende, se vende, se vende. Todos los barrios están llenos de carteles que anuncian la venta de las propiedades que hace unos años, con ingenuo optimismo,  nos apresuramos a comprar. Alicia, secretaria en paro, tampoco pudo escapar y ahora no le quedaba más remedio, agobiada por las deudas, que poner el dichoso cartel. Nadie puede imaginar cuánto odia esas letras naranjas que anuncian el fin de su ilusión.
Los buitres que vuelan sobre oportunidades como estas no tardaron en llamar para interesarse por la presumible ganga. En las primeras visitas a Alicia le fallaron los argumentos de venta. No supo exhibir el verdadero potencial de su propiedad. Según fue enseñándolo más veces, se fue dando cuenta de sus errores hasta convertirse en una experta agente comercial.
''Es un tercero, muy bien iluminado y tiene el acceso en coche justo aquí al lado. Comodísimo'', sentenciaba, segura cada vez de que al fin llegarían los euros que la sacarían, aunque sólo fuera por unos meses, de su particular crisis. Lástima que los buitres, aún más resabiados que ella, quisieran esperar a que el paso del tiempo la obligara a bajar más un precio que a ella le parecía ya demasiado bajo.
Alicia empezaba a desesperarse, no porque su naturaleza fuera impaciente, sino porque los problemas para pagar a tiempo los recibos empezaban a ser insalvables. Los bancos, bastante insensibles a su infortunio, no le ofrecieron solución alguna.
La tarde en que recibió la llamada definitiva, estaba, como se dice ahora, un poco 'de bajón'. La tristeza de la lluvia que no dejaba de caer la había contagiado; ya casi no le quedaban pañuelos en casa. Estaba a punto de bajar al supermercado a por más cuando sonó el teléfono, en el que ya no ponía demasiadas esperanzas. Sintió la voz cálida de un hombre joven, con cierta madurez. Concertaron la cita para la mañana siguiente.
El día amaneció soleado y Alicia se levantó con un sentimiento similar a la alegría. Se maquilló con más cuidado que de costumbre y eligió un vestido de un color vivo. Al fin, se sentía optimista. Llegó a la puerta y allí esperó al comprador.
Apareció un chico apuesto que mejoraba sustancialmente las buenas vibraciones que generó su voz. Le acompañó a ver lo que había ido a comprar dispuesta a explicarle una por una todas las ventajas. Antes de que pudiera decir aquello del ''tercer piso muy luminoso'' Nacho dijo que se lo quedaba.
Alicia, después de formalizar el contrato, tuvo un momento de duda. Aquel nicho que heredó hace años le había proporcionado los 12.000 euros, ni uno más, que llenaban ahora su cuenta, pero tenía una fuerte desazón en su interior. Medio en broma, se decía a sí misma que sería porque ahora ahora ya no tenía ni dónde caerse muerta. Mientas se hundía en esos pensamientos, sonó de nuevo el telefóno, del que con la venta hecha ya no esperaba nada. Oyó la misma voz de la última llamada. Era Nacho, a quien su nueva adquisición parece que no fue lo que más le gustó aquella mañana.
Alicia volvió a arreglarse, esta vez con una emoción casi olvidada. ''Sería gracioso -pensaba ahora- haberle vendido precisamente eso a mi futuro marido''.

martes, 23 de febrero de 2010

Cambio de vida

''Esta entrada está dedicada a este capítulo de mi vida que acabo de enterrar para poder olvidar lo mal que se pasa cuando la gente es hipócrita, y también a algunas personas que si lo leyeran se darían por aludidas...''

Por primera vez desde hacía mucho, 32 años, Pablo no tenía que ir a trabajar. Ni hoy, ni mañana tampoco. Ni la semana próxima. Nunca más. Y eso hacía que se sintiera raro. A pesar de todo, Pablo miraba el futuro con optimismo. Al fin y al cabo, después de tantos años de dedicación y madrugones, se le abría un horizonte lleno de posibilidades y mucho, mucho tiempo libre.
Aquella mañana, como tantas desde hacía 32 años, Pablo había llegado puntual a su puesto de trabajo. Café con leche desnatada y el paquetito de papel de aluminio con las tres galletas María que Sandra introducía en su cartera. Un poco de periódico, una llamada a su madre y... ¡ a trabajar! Así durante 32 años. Hasta hoy.
El teléfono sonó a las nueve y media. Era lunes. Y se enteró. Pablo no daba crédito. Había empezado a trabajar en esa empresa con 20 años, haciendo prácticas, y lo había vivido casi todo, o eso creía: crisis, repuntes, subidas y también bajadas. Cambios de jefe, cambios de dirección, cambios de ubicación. Cambios políticos... Se sentía parte de esa empresa, con sus penas y sus alegrías. Le daba pena dejarla.
Se lo comunicó a sus compañeros, los abrazó y lloraron juntos. A partir de ahora no sabía que hacer, ni a qué iba a dedicar sus mañanas, ni dónde iba a desayunar. Quizá se sintiera raro tomando el café en la cocina de la casa sin ser sábado o domingo, ni vacaciones. No sabía si lo primero que haría sería un viaje o tumbarse en el sofá durante semanas para aprender a ser consciente de su nuevo estado.
Pero Pablo no podía irse sin más. Allí, entre esas paredes grises, pisando un suelo de baldosas falsas, con muchas ojeras, hipotecas, hijos, soledades y sonrisas había, sobre todo, muchos seres humanos. Y a él le importaban. Cogió su abrigo y bajó al bar de la esquina. Encargó unas raciones y unas botellas de vino. Los reunió a las doce en la sala de juntas. Habían sido sus compañeros durante años y quería una despedida alegre. Acudieron todos, hasta aquellos con los que no se llevaba especialmente bien.
Emoción al abrazar a Pedrito, con quien tantas porras había perdido al fútbol. Risas al recordar con Noelia el día que se emborracharon en la cena de Navidad y acabaron cantando a Pimpinela en el karaoke. Lloros al decir adiós a Logan, su 'muchacho', 20 años más joven que él, al que había enseñado lo poco y lo mucho que sabía. Un tierno beso a Camila, la secretaria del jefe del departamento intermedio de marketing, al cual tenía seducido para que le ascendiera a un puesto de mayor importancia que la oficina de marketing, la que fuera su novia hasta que conoció a Sandra. Un sincero apretón de manos con su jefe, con quien mantenía una insana rivalidad, y un poco de sarcasmo con Alejandro, con el que nunca había acabado de entenderse.
La fiesta terminó a las dos de la tarde, bien apuradas las botellas de vino, y sus compañeros, los supervivientes, se fueron marchando.
Pablo se quedó solo, recogiendo su mesa y la mitad de su vida. Empaquetándola. Tranquilo, pero sabiendo que de allí se llevaba un montón de recuerdos, buenos y malos, de los que no quería ni podría desprenderse jamás. Se sentó en su silla y miró a su alrededor: la misma mancha de humedad de siempre, el mismo ruido de fondo, los mismos silencios a la vez, esa luz mortecina y solitaria...Descolgó el teléfono e hizo su última llamada desde su mesa: ''Mamá, a Sandra y a mí nos ha tocado el Euromillón. Dejo el trabajo''.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Algo que contar

Carlos quería ser escritor. Eso es lo único que tenía claro. Quería escribir, pero antes tenía que asegurarse el pan, o lo que es lo mismo en el siglo XXI, un sueldo fijo que le permitiera pagar una hipoteca para tener la casa en la que fijar sus raíces. Luego, cuando ya se fuera por las ramas, podría escribir su obra, su gran obra.
Mientras, soñaba y fantaseaba con sus novelas y sus relatos mientras miraba aburrido la página de su ordenador en la que veía interminables listas de cuentas de la empresa en la que trabajaba como gestor.''Tienes un buen empleo, hijo'', le dijo su padre, el respetadísimo y serio don Aurelio, cuando se jubiló y le dejó ' en herencia' su puesto.
Pero Carlos se aburría y, aunque ganaba más que suficiente para pagar su piso en el centro, su coche y todos sus gastos, le faltaba lo que él más que quería: tiempo.
LLevaba dos semanas sentado frente al ordenador de ocho a ocho, haciendo el balance del año y con la cabeza llena de números, porcentajes, impuestos y cifras que no le interesaban en absoluto. Tenía que entregarlo el jueves próximo, justo el día que se celebraba la cena de Navidad en la empresa, esa horrible cita en la que todos sus compañeros bebían y le obligaban a beber, en la que no tenía casi nada que decir y en la que escuchaba, resignado,cómo todo el mundo añoraba la dedicación de don Aurelio y cómo, generoso, acudía a esta cita anual con una caja de habanos y su mejor sonrisa.
Carlos no soportaba esa situción. Eran las siete y media del dichoso jueves, le faltaba ajustar unos detalles, imprimir el informe y dejárselo a su jefe en la mesa.
Luego, un taxi, un atasco, y al restaurante a seguir aburriéndose.
No podía mas. Odiaba la Navidad. Para él no había mayor castigo que la cena de Nochebuena. No se llevaba bien con su cuñado, su hermana era hiperaburrida, sus sobrinos lo agotaban, su otro hermano era un altanero, y con su padre y su madre apenas tenía nada que intercambiar. Todos eran una familia de 'triunfadores': abogados, médicos, ingenieros... Y él era, a los ojos de los demás, un 'pringao' que soñaba con escribir mientras se ganaba el pan con un trabajo heredado. Mientras se imprimía el dichoso informe, a solas en la oficina, Carlos se puso a navegar por Internet y a escuchar un poco de jazz, su música favorita. ''El escritor Pablo Méndez publica el primer tomo de sus memorias''. Ese era el titular. Pablo Méndez era uno de sus escritores favoritos. El diario que estaba leyendo en Internet adelantaba algunas páginas del libro. En ellas, Méndez recordaba los años que vivió en Argentina, trabajando en bares por la noche y colaborando en publicaciones.
Su teléfono sonó. Era Sonia, la secretaria, recordándole que debía enviar una copia del informe al director general por e-mail. La impresora cesó. Carlos se levantó y cogió sus 255 folios. En su ordenador sonaba ''Fly Me to the Moon'' cantada por Frank Sinatra. Cerró los ojos y se dio cuenta de que no habría futuro si seguía en ese presente.
Tiró el informe. En la calle paró un taxi y se fue al aeropuerto, rumbo a Buenos Aires.
Había decidido que si a algo en la vida le tenía miedo era a ponerse a escribir sus memorias y no tener nada que contar.

domingo, 7 de febrero de 2010

Desde el callejón

Como cada noche a esas horas, Carmen, la oronda camarera del Start Café, había salido a darle algo que confortaba su cuerpo y lo reconciliaba de nuevo con el mundo. En el callejón se oía una dulce música de vals y él imaginaba que alguna pareja de enamorados bailaba al son de sus delicadas notas, abrazada.
La noche era fría, pero él ya tenía su rincón. LLevaba años durmiendo allí, con su rincón. Llevaba años durmiendo allí, con su cama de cartones estratégicamente colocada sobre las tuberías de la calefacción del Start Café. Por el día, iba al comedor de la parroquia del barrio, pero sólo pisaba el albergue para asearse un par de veces  por semana. No quería ni oír hablar de la posibilidad de dormir allí. No quería normas ni horarios. Era un vagabundo, no un preso. Y, además, le gustaba vivir la noche, 'su noche'. Conocía a la gente del barrio y disfrutaba observándola. Su callejón era un buen lugar para hacerlo.
Al caer la tarde, pasaban por allí almas solitarias, amantes clandestinos y señoronas en busca de amor, con la tristeza camuflada en carmín y cuellos de visón, que buscaban calor y consuelo en aquel bar, un local de esos que ya no quedan, con sillones de escay y mil historias de desamor y soledad grabadas en sus paredes.
Casi nadie reparaba en él. Se habían acostumbrado a verlo allí, sentado, fumando un pitillo, leyendo o fingiendo que leía. Era parte del paisaje. Pero él lo veía todo y lo sabía casi todo. Había visto a Rosa, la de la panadería, la que le regalaba deliciosas magdalenas, llorar desconsolada por Arturo, el de la aministración de loterías, a quien amaba con locura y quien, a pesar de las promesas, no se había separado de Luisa, esa señora rubia y simpática que cogía el autobús a las siete y cuarto de la mañana para ir a trabajar al otro lado de la ciudad. Había visto a Domingo, el del quiosco de prensa, salir tambaleándose del Start Café, borracho como una cuba, a las tantas de la madrugada, sin ganas de volver a casa, deprimido y hastiado de soledad y frío desde aquella triste Navidad en que un cáncer se llevó la vida de Margarita. Ella era su guapa mujer, aquella señora tan buena que lo invitaba a cenar cada Nochebuena con ellos, que le daba ropa de Domingo y que le bajaba termos de café caliente en las mañanas de invierno. Sabía que Juán, el que vivía en el número 3, engañaba a su novia con Marisa, la de la peluquería de la esquina, y que Marisa, en realidad, estaba enamorada de Mario, el dueño del Start Café, del local de la peluquería y de la panadería, un hombre alto, engominado y con traje. Un triunfador hombre de negocios al que Carmen había tenido que llevar más de una noche a su casa porque le gustaba demasiado el whisky.
Aquella noche, como tantas otras, al recostarse sobre sus cartones y taparse con la manta que le había regalado Margarita unas semanas antes de morir, volvió a sentirse tan afortunado como solo. El vals seguía sonando a lo lejos, cálido y envolvente como la sopa que le había dado Carmen para cenar. Los enamorados, seguramente, seguirían abrazados tras alguna de aquellas ventanas en las que se veía luz. Y él, dueño absoluto de su vida y sus sueños, se durmió imaginando que eran Carmen y él quienes protagonizaban aquel baile en un lujoso salón con paredes de viento y techo abierto a la pálida luna de enero.

sábado, 6 de febrero de 2010

Lengua viperina

Si había un chico tímido en la oficina ese era Pedro. Desde que llegaba a las ocho hasta el susurrante ^hasta mañana^ de las cinco apenas se podía oír su voz. Pedro no salía a tomar café con sus compañeros porque, además de no gustarle el café, no sacía de qué hablar con ellos. Así pues, cuando sufrió el accidente en el que perdió media lengua, a nadie le pareció una circunstancia de gravedad extrema. Total, para lo que la usaba...
Los doctores trataron a Pedro lo mejor que pudieron. Intentaron, incluso, reimplantarle el fragmento desgarrado, que su madre había llevado en una bolsita con hielo al hospital. Fue imposible, entre otras cosas porque cuando llegó a urgencias, ni siquiera por señas consiguió comunicarse con el personal del hospital.
Pasaron unos meses sin que en el entorno de Pedro las cosas cambiaran demasiado. Llegaba a su puesto, se sentaba y sólo se oía el chirriar de su silla en las escasas ocasiones en las que se levantaba. En casa, su madre pretendió ser muy desgraciada pero el sentimiento le duró sólo unos días, los justos para darse cuenta de que para su hijo la vida seguía igual.
La tarde en que mamá recibió la llamada de la Seguridad Social anunciando que habían encontrado una lengua nueva para Pedro, apenas le dio importancia a la noticia. Cuando el accidentado volvió de la oficina fueron al hospital, donde les explicaron con detalle el procedimiento y se mostraron encantados de atender a unas preguntas que, por supuesto, jamás llegaron.
Una vez finalizada la operación, se sentía molesto, pero no por ninguna de las posibles complicaciones de las que fue advertido. Lo que preocupó a Pedro en esos primeros días era la extraña incontinencia verbal que sufría desde que el implante cicatrizó y se volvió funcional. Era abrir la boca y no parar. Se sentía avergonzado porque hablaba a tal velocidad que apenas era capaz de pensar lo que decía.
El agobio fue aumentando a medida que los temas de su conversación se volvían más escabrosos. De no saber nada de sus compañeros, pasó a explicar a quien quisiera escucharle todos sus secretos. Incluidos los inconfesables. Nadie sabía como, pero el nuevo Pedro terminaba enterándose de todo. A él la sensación de incomodidad no se le iba, pero no podía parar. Sufría un irremediable impulso físico de cotillear, más allá de todo sentido común.
Su fama empezó a extenderse y llegó hasta los directivos de la cadena local de televisión. Pedro fue fichado como contertulio del programa de corazón de la temporada. Con su participación, la audiencia se dobló y no tardó mucho en llegar el canto de sirena de las nacionales, que se preguntaban de qué manera podrían sacar partido de ese muchacho tan locuaz e irreverente.
A esas alturas, a Pedro se le había pasado por completo la verguenza, acostumbrado ya a la forma de ganarse la vida de los compañeros de su nueva profesión. Despellejaba con igual descaro a los nobles y plebeyos, pensando exclusivamente en lo movida que era su existencia, ahora que por su boca hablaba otra lengua. Una lengua, desde luego, mucho más desenvuelta que la que lo tuvo aburrido y gris los 25 primeros años de su vida.

martes, 2 de febrero de 2010

Malsana envidia

Paco reconocía sin pudor que le dominaba la envidia. Su envidia era posesiva e insaciable. Todo cuanto los demás tenían, eran o representaban lo quería para sí. El único ojetivo de su vida era tener más que los demás, ser más que los demás, aparentar más que los demás.
Una enorme desgracia fue, por ejemplo, encontrarse con que don Omar Campos, su más odiado enemigo del colegio, tenía una esposa más guapa que la suya. Carcomido por dentro, aunque juzgaba a Elena, su primera mujer, de una belleza bárbara, rompió con ella e inició la búsqueda de una todavía mejor, que pudiera competir con ventaja contra la del meapilas de don Omar.
Pasaba verdaderas fatigas cada vez que tenía que ir de visita a casa de algún conocido. Siempre, era inevitable, había un cuadro más bonito que los suyos. Y si no era un cuadro, lo canjeaba por una silla. Y si no, una vajilla. O el perro...
A veces tenía tentaciones de llevarse ese cuadro, esos cubiertos o esas cristalerías, incluso de matar al perro. Con mayor frecuencia quería destrozar aquellas casas donde se escondían esos tesoros que él no poseía. Por fortuna, aunque a sus nervios les sentaba fatal, conseguía controlarse y aparentar normalidad. A la mañana siguiente hacía una batida por las mejores tiendas de la ciudad intentando recomponer su maltrecha y malentendida dignidad.
Por lo demás, era un hombre atento, amable, inteligente y sensible, que sufría como un condenado por esta envidia suya.
Tanto sufría que dedicaba la mitad de su tiempo libre a saciarla y la otra mitad a combatirla, por el momento sin ningún éxito reseñable. Era víctima de sí mismo.
Al fin creyó dar con un método infalible para librarse para siempre de su ciega rabia. Si conseguía perpetrar un crimen lo suficientemente importante acabaría entre rejas y de, esta forma, entraría a vivir en un medio donde, pensaba, todos sus habitantes tienen exactamente las mismas condiciones, la misma ropa, la misma comida y los mismos enseres.
Puso toda su activa inteligencia a trabajar y en menos de una semana dio con el plan perfecto. Cuando lo tuvo todo listo lo ejecutó con el mayor sigilo para conseguir dejar bien a la vista pruebas irrefutables de su culpabilidad.
Todo salió aparentemente según lo planeado. La policía se presentó en su casa con una orden judicial. Mientras le enumeraban sus derechos, Paco empezó a sentir cómo su vida entraba en un camino nuevo que le libraría de su desgracia. Podía, pues, estar satisfecho de su astucia.
Hasta que comenzó el juicio. La envidia, esa a la que se encontraba tan cerca de asestar su golpe final, lo llevó años atrás a contratar al mejor abogado de la ciudad después de una desafortunada charla sobre criminalistas con un antiguo compañero de la universidad. Su abogado, cumpliendo con su obligación, se fajó como un león en el estrado, impresionó al juez y al jurado con sus imbatibles argumentos y, horror, consiguió para Paco una libertad condicional que pesó en su ánimo como una losa.
De vuelta a la vida normal recayó en su miseria y siguió envenándose día a día. Le quedó el consuelo, eso sí, de ser el único de sus amigos, conocidos y parientes que había ocupado el mismo día la portada de todos los periódicos nacionales. Pensaba, pobre, que todos le tendrían envidia.